AL
CALOR DE UNA SONRISA
Manuel
Martínez Acuña
No dejemos que las flores abandonen la
pradera. Consintamos en que ellas hablen a los ojos de aquellos que saben mirar
el destello de una nueva alborada en cielos opacos; que hablen a aquellos que están
ganados para lanzar el polen de un ideal, hasta fecundar una estrella.
A decir de tales premisas; o, desde un lado
cualquiera de estos abecés, bien podemos descubrir, a unos pocos pasos, lo que
en suma sería algo así como un alzar de vuelo sobre un mundo abierto. Un desplegar
de alas, donde bulla la forma expresiva de la belleza y la esperanza humanas;
sin posarse ni mirar atrás. Algo por encima de todo vasallaje que abrume el
gentilicio, o tuerza los cordajes donde la libertad da sus voces. Hasta inventar
una conciencia crítica que formule un cambio de actitud al calor de una sonrisa,
y recobre en el humorismo lo que se pierde en la ironía.
No obstante se persiste en creer que la
vida, atrapada como está al sofisma de los tiempos, no llevará a más que aceptar
tales designios. Pero no, no; el hombre tiene una misión de resonancia que
lleva dentro de sí la raíz misma de lo ideal latente; el espacio moral de la
creación espiritual. Un destino étnico cercano, que hable de la necesidad de trascender
la realidad positiva. O, del derecho de soñar.
Así nace la premura o la devoción, de optar
por la forma fáustica de hablar y reír con la fuerza vital de la utopía. A
cantar al esfuerzo, no a la consecuencia; a modo de alcanzar perfiles de vida
distintos a los que, en rigor de valores, nos han enseñado a garabatear.
Por tanto, no se puede nunca dejar de
levantar el cortafuego de la voluntad. El objetivo de inspirar siempre el
entusiasmo creador, y, cobrar apego por lo que vale la pena vivir. Pues no hay
en esto mejor alternativa que aprender a mitigar la tristeza, cuando veamos en
ella el color desteñido de una ilusión. Cuando lo ideal es crear la cultura de
la sonrisa.
Queda,
pues, una cierta cosa a generalizar finalmente -que puede traducirse de lo ya
dicho-, como tema esencial de la felicidad. Vale decir, que, a las tantas
andadas, no hay nada como regresar al universo de los niños, del que
acaso conservemos todavía algún juguete abandonado en el corazón del adulto.