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ientras viajaba en
1998 a Europa, en ese vuelo de casi diez interminables horas, me puse a mirar
hacia la nada. A observar cosas como por ejemplo la de aquel gigantesco Boeing
747 de la K.L.M., de fuselaje ancho de dos pasillos, que podía acomodar aproximadamente
500 pasajeros en dos clases, cruzando el océano de punta a punta, como si nada;
lo que antes sólo lo hacían las golondrinas, las grullas, patos, gansos y
cisnes; o se veía en la ciencia ficción del escritor francés Julio Verne.
Me puse a meditar –viendo volar a
aquel portento de avión- sobre si la manzana de Isaac Newton era en verdad
leyenda o historia; pues en eso la realidad puede haberse mezclado un poco con
la ficción -como mucha gente cree-, luego de que el mismo paso de los siglos pudiese
haber tergiversado su esencia; o acaso enriquecido, en algunos aspectos.
Por lo que pareciera muy simple
creer entonces que, este matemático, científico y físico a la vez, haya caído
en cuenta de un hecho tan importante como el de fijar con claridad y precisión la
lógica de la ley de gravedad, tan sólo a causa de la ayuda de una manzana.
Igual me preguntaba -al mirar
reflejada en la pantalla de radar de la nave, la altitud de 10.000 mts. y la
velocidad de crucero de 913 km/h.-, si yo, en esa situación (sin posibilidad
ninguna de poder salir de allí), y, cuestionado además por el síndrome de la
claustrofobia, podía salir vivo de aquel lugar cerrado.
Pero, haciéndole frente a los
repiques de esa perturbación anímica, me repetía constantemente en voz baja,
esta frase: estoy libre de esa tontería,
no más claustrofobia. Pues bien; no sé si fue porque encontré expedita la
ruta de la evasión, o por el abandono compulsivo de alguna fijación
psicosomática que me afectaba. Lo cierto fue que -así parezca una metáfora
aromada a propósito-, desde ese mismo momento del exorcismo estoy libre etc., no he vuelto a sentir
ningún temor ni angustia ante la obscuridad, el ascensor, o ante la estrechez
de un lugar.
Ya en el aeropuerto Schiphol de la
mágica ciudad de Ámsterdam, a todas estas, y, acompañado de mi entrañable amigo
Roberto Jiménez Maggiolo, y de su hijo Loloy, nos registramos casi de noche en
el hotel, después de haber salido también de noche de Venezuela.
Una
vez ubicados individualmente, y, después de habernos proporcionado un baño
reparador, nos dispusimos a ir a dormir, entre chistes y peripecias vividas
durante el viaje. Lo que ocurrió luego, por el solo hecho de prestarnos a ser
obsecuentes imitadores del sueño, es algo de contar.
Como toda educación está alentada
por repetidas instancias de cortesía, la habitación quedó a oscuras y en
absoluto silencio, en su momento más favorable.
AUTOBÚS ACUÁTICO |
Ni bien había avanzado unos pasos,
cuando escuché la voz de Loloy preguntándome si me pasaba algo.
Le dije entonces -todavía en voz
baja-, que no, que estaba bien; pero que no podía dormir. A lo que en seguida
repuso, saltando de la cama y casi gritando, que él estaba pasando por el mismo
momento crítico de no poder dormir. Y, Roberto, por su parte, que hasta
entonces había permanecido también despierto, pero callado, encendió la luz sin
vacilación alguna, diciendo: “Qué esperamos; vamos a conocer la vida nocturna
de Ámsterdam.” El reloj marcaba la 2:30 de la madrugada.
Sobre éstas y otras experiencias
relacionadas con el cambio del Huso horario, como factor cronológico
desencadenante de esta clase de problemas, se ha hablado mucho. La nuestra ya
está contada.
Pues bien; a esa hora de la
madrugada salimos a la calle sin rumbo fijo ni la menor precaución, pero con el
doble propósito de matar el tiempo, y de coincidir o establecer conexión
intuitiva, sin palabras, con una cultura diferente, y hábitos e idioma
diferentes. La gente andaba de un lado a otro, como loca, mirando objetos de
arte, productos naturales, maniquíes elegantemente combinados, o artículos de
comercio licencioso, expuestos a la vista del público en vitrinas o escaparates
con puertas de cristales de alta calidad.
PLAZA DAM (ÁMSTERDAM) |
De pronto hallamos sentado en el
piso -al lado de la estatua que adorna la céntrica plaza Dam-, a un simpático y
alegre enanito ocupado en deslumbrar al público que le rodeaba, pasando con
destreza y habilidad de un lado a otro (con la precaria ayuda de sus pies y
manos), una pelota de fútbol, abigarrada de colores muy mal combinados, a la
vista.
Pero el chiste comienza en realidad,
cuando Loloy ve que el enano de la plaza tiene una cesta de mimbre a su lado derecho,
donde la gente le iba tirando monedas, en su mayoría guldens o florines holandeses (para la época); pues el euro
entraría en vigencia posteriormente. Es decir, a partir del 1º de enero de
1999.
Entonces, colmado como siempre de un
fresco humor criollo, y, a manera de guasa, le dice a su padre-: papi, tú
tienes en la cartera un billete de cinco bolívares, ¿verdad? Creo que no sería
malo si se lo echaras a la cesta del enano, como un suvenir de nuestra visita a
su país.
Por un momento Roberto se mostró un
poco reticente ante tal invitación, por pensar que el valor nominal tan bajo de
ese billete, podía causar un efecto contrario al espíritu de aquel espectáculo.
Pero, sacado de esas impresiones por Loloy, terminó –mezclando nostalgias y
travesuras de su infancia-, por echar el billete en el cesto.
Igual que las cosas poseen maneras
diferentes de presentarse, esta vez, y sobre todo inusual, el cuerpo casi
esférico del enanito se irguió, inclinando a intervalos repetidos la cabeza, y coreando
en voz alta un thank you very much,
Thank you very much; acaso para que el público emulara el gesto
altruista de Roberto, de poner el único papel moneda en el cesto.
Aquí cabe poner en buen
orden, como una paradoja final, aquella frase lapidaria que dice: El mal no está en las cosas sino en las apariencias;
incluyendo la tremenda decepción que pudo llevarse el susodicho personaje,
al querer hacer efectivo en una casa de cambio aquel flamante billete.