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i lo que llega de primero -como dice
el refrán-, es lo último que se va, voy a regresar entonces al lugar en donde mi
natural ahínco de cultivar la tierra vivió su primera experiencia del adentro y
del afuera. Y, si fuese el caso de que, por experiencia se entendiera algo irrelevante
o sin consecuencias, casi podría decirse en contrario que, por ahí comenzaron a
ir y venir el tropel de las cosas que pusieron a prueba y echaron a andar mis afanes,
basados en una visión de futuro como si fuese un destino.
VACA CRIOLLA LIMONERA |
Fueron muchos los buenos motivos
como para sentirme bien entonces, cuando por ejemplo mi suegro Federico me
invitó a ver una hacienda a medio andar, que le estaban ofreciendo a crédito
holgado, a orillas del río Cachirí, con un pie de cría bovino proveniente del criollo limonero, una montaña virgen, y unas cuantas
hectáreas de pasto Páez y Guinea, ya sembradas. Un ranchón de labores con techo
de palmas, y, una habitación rústica donde dormir. Así empezamos.
No
puedo olvidar las dificultades y escollos que teníamos que sortear entonces
para llegar hasta allá; al margen por supuesto de la gran satisfacción y
seguridad de ánimo, conque cada uno de nosotros respondíamos a esos obstáculos
presentados en el camino. Pues, como si fuera uno de esos misteriosos cuentos
de Poe, había que cruzar la Laguna de Tulé con las provisiones de mantenimiento
de la semana, en un pequeño cayuco, que a cada golpe de remo embarcaba agua, y
que en momentos creíamos naufragar. Atrás quedaba hasta el regreso, el carricoche
de vehículo, y aquel infernal camino de barro que debíamos transitar siempre de
ida y vuelta.
Pero
esto no era todo. Gracias a lo excelente de nuestra vocación y paciencia, subíamos,
en medio de un silencio casi religioso, al lomo de sendos caballos, que del
otro lado de la gran represa nos tenía ensillados Julián, el encargado del hato,
para terminar de recorrer el último e intrincado tramo montañoso del camino (sólo
para bestias), de 7 a 9 kilómetros, aproximadamente. Además del trajín de una
recua de carga compuesta por dos o tres burros provistos de jamugas y
garabatos, para sostener el suministro o provisión de víveres destinado al
personal obrero.
LAGUNA O REPRESA DE TULÉ
Una de tantas, luego de que nos tocara una larga,
tormentosa y oscura noche del mes de octubre, sin que pudiésemos llegar a ver
siquiera, hacia dónde nos conducían las bestias, sucedió que, sin que lo
advirtiéramos ninguno de nosotros, habíamos regresado al punto de partida. Es
decir, a las mismísimas orillas de la Laguna
de Tulé, remolineando
el último periplo del recorrido, entre lo más tupido y escabroso de aquella montaña.
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A
todo esto; y, puesto que en las grandes dificultades todo se vuelve alma, emprendimos
de nuevo el camino hacia “La Abeja” (que así se llamaba la hacienda), resueltos
desde luego a llegar esta vez a nuestro definitivo destino; dejando que fuesen
los propios animales los que fijaran el rumbo -frente a aquella casi absoluta oscuridad-,
ya que su tendencia natural o sus mismas fuerzas instintivas, los hace volver
al sitio en donde han crecido, o adonde tienen costumbre de acudir.
ÁRBOL DE CARRETO
ÁRBOL DE CARRETO
Sucedió entonces, que, casi
amaneciendo, y, cuando ya habíamos repasado la mayor parte de los tramos de ese
largo y arduo trayecto, hallamos a dos de nuestros trabajadores provistos de
sendas hachas, cortando en trozos un
gran árbol de carreto que la tormenta había tendido sobre el angosto camino; de donde sin
duda partió el equívoco de las bestias; o, mejor, del nuestro, al querer
exigirles irreflexivamente su avance, en medio de las vueltas y tornos del
caracoleo. Más el escapismo de las cosas que, en situaciones como esas, cambia
a otra la realidad.
Ya
el sol -descorridos los últimos velos de la noche-, despuntaba en el horizonte
visible, cotidiano. Allí donde moran los ángeles con sus pájaros, aromas,
colores y sonidos convocando al arado y a la palabra de la tierra, sobre el gris
y el verde de los vegetales, anhelantes de savia, habla y música. Sin tiempo y
sin urgencias.
Irnos
a dormir ahora, era por supuesto lo inminente. Una cita con la hamaca, después
de aquella oscura y calamitosa noche de sombras, lluvia y evanescencias, no
estaba del todo tan ausente en nuestra presencia de ánimo. Pero, sabiendo que
aflojar en el trabajo del campo es contrario a la severidad cotidiana y a su
disciplina, y, un mal ejemplo a seguir, nos mantuvimos en pie de combate hasta
el final, leales a esa costumbre; como un modo de entender y resistir las duras
exigencias de la vida; de cuyo mundo interior salen buena parte de estos
apuntes, que he dado en llamar entre amigos y familia, “A la vuelta del tiempo”.
Otra
vez me tocó ir solo en un cacharro de camión, por la carretera de tierra
paralela a unos rieles de tren abandonados, mientras el compadre Federico, Olga
y los muchachos iban en un jeep por el camino menos accidentado de la “Botella”;
a esperar a que yo los recogiera en un cayuco al otro lado de la Represa de Tulé,
hasta donde se suponía llegarían, y luego regresar en él al camión, para
finalmente tomar el camino de la hacienda. Pero todo resultó un chasco signado
por el fracaso.
Aquel
camino era intransitable en tiempo de lluvia, y, como había llovido demasiado
entonces, no hubo manera de que yo pudiera sacar del barro el viejo camión de
donde flotaba. Se había quedado atascado en torno a un pantanal pegajoso e infranqueable.
Por lo que tuve que caminar durante casi dos horas en plena oscuridad, y
esperar a que aclarara, para cruzar la Laguna y reencontrarme luego con los
demás, que habían pasado la noche en una casi desmantelada Comisaría de Tulé.
Fácilmente
puede imaginarse la impotencia y la precariedad de que fuimos objeto, tras
semejante aventura, donde había muy poco que salvar.
Era
buena tierra y de agua abundante. De una montaña virgen y misteriosa, llena de
cedros, caobas, canalete, samanes, algarrobos; entre otra inmensa variedad de
árboles de madera dura y resistente como el carreto, el ébano o el curarire;
excelentes para el estantillado de cercas y corrales. Además de una fauna
sorprendente de guacamayos, arrendajos, turpiales, paraulatas, el yaguazo
colorado, el pato real, la perdiz colorada, o el loro de cabeza amarilla.
Venados, conejos, báquiros, cunaguaros, jabalíes, etc., rememorando antiguos mitos y leyendas.
En dos años se duplicó el ganado. La producción de queso creció al ritmo del ordeño de unas setenta vacas, de pastos mejorados, y, de nuevas instalaciones, que de hecho facilitaron el manejo y la operatividad del rebaño; como mangas para el herraje, vacunación, conteo, embarque, y, baño contra la garrapata. Además de lamederos de sal y de cayucos, para el suministro de melaza al ganado.
EDUARDO PERICH BRACHO
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Era también -al calor de las
circunstancias-, el paso obligado de maleteros y migrantes colombianos; muchos
de ellos dedicados al tráfico ilícito de mercancías, y, a la prostitución; con
todas las derivaciones o dictámenes críticos que tal práctica supone. Incluso,
causa de un dolor que persiste entre nosotros, sin saber aún qué nombre darle,
resultado del execrable crimen de que fue víctima nuestro entrañable primo,
compadre, compañero y amigo, Eduardo (dentro de su hacienda de
Cierra Azul), lugar aledaño a la misma cadena de montañas de La abeja, y, bajo los
mismos factores de riesgo. Todavía -ante ese dolor-, suenan lejanos estos versos de Vallejo: “Hay golpes en la vida tan duros, golpes
como del odio de Dios”.
Contar ahora esta bonita y también desolada
moraleja, entremezclada y difusa; y, que ha sido parte de algunas tensiones
contradictorias al final del camino, me hace preguntar a solas qué libros hay
que leer, para aprender a ver aquellas pequeñas y grandes cosas que de alguna
manera le otorgan inflexible sentido a la realidad. Para saber
que el hombre carece de lugar, como lo apuntaba Rilke. Para saber brindar por
todo lo que se encuentra y se pierde, según el poeta Miguel Hernández. Y, saber
resistir como el brote bajo la tierra seca, hasta eclosionar, a decir de
Ernesto Sábato, antes del fin.
Pues bien; no sé cómo decirlo. Pero tal
vez sea una buena forma recordar únicamente lo que debe ser, lo que tiene algún
significado colectivo; o, lo que sumado, es decisivo.
Sí escribo esto, es solo para
significar que, si en verdad es cierto que los negocios en sociedad –sobre todo
los efectuados en familia-, se estropean a menudo, quizá ayude a encontrar un
sentido de mayor trascendencia a tal supuesto, si agrego aquí que el nuestro,
el negocio de La Abeja, no fue la excepción.
Cuando años después –vuelto ya todo
a una realidad nueva, y, al mutuo afecto que mi suegro y yo mantuvimos siempre-,
y llegado al final donde él decidiera poner en cabeza de su hija Olga lo poco
que quedaba de hacienda, ya se había hecho demasiado tarde de puro olvido; pues,
a pesar de que ahora habíamos acordado echarle la última palada de tierra al
equívoco, es decir, el de no haber sabido plantear nuestras diferencias de una
manera distinta a la que condujo al rompimiento, yo ya estaba metido de lleno en
la consolidación de mi fundo “El Oasis”, en Machango; que, a partir de mi retrasada
renuncia de la Creole después de más de veintidós años de servicio
ininterrumpido, lo había comenzado a fomentar motu proprio, siguiendo los
dictados fundamentales de mi proyecto de toda la vida.
Un acontecimiento como ese, no podía
sino despertar viejas tensiones, que, entremezcladas una y otra vez con las
comidillas de dos media-hermanas de padre, de Olga, además de las de su propio
entorno, acabó en la triste paradoja de tener que apalear a la venta de la
manzana de la discordia, que apenas alcanzó a duras penas para repartir migajas
del producto de la venta entre difusos derechos y cuentas de herencia, después
de solventar los gastos que siguieron muy cerca el uno del otro, de
hospitalización y honras fúnebres, tanto del compadre Federico como de la
señora Josefina (mis suegros), que desde hacía algunos años vivían bajo un mismo
techo con nosotros, en la casa solariega de la calle 72, acompañados de nuestro
cariño y atención.
Y, como no se pasa de lo posible a
lo real sino de lo imposible a lo verdadero – como lo apuntaba Sábato, y me gusta
repetirlo-, fueron muchos los motivos que nos hicieron pensar -después de una
profunda meditación en función del bien común de la familia-, que hicimos lo
debido a su tiempo, necesidad y origen.
De modo que, tal vez sea éste el
ciclo troyano que, aún lleno de ademanes congestionados de enconos y de agudos
hitos, terminó por ser donde posiblemente dio comienzo el duro aprendizaje, de
que la vida no es tarea fácil, ni todo el monte es orégano, sino una empecinada
confusión de hermosos ideales y nostálgicas realizaciones.
No he querido dejar para después lo
que he podido recoger y contar a la vuelta
del tiempo,
en estos apuntes, por no hacer más tarde las horas que todavía aspiro tener delante;
interpretando de esa manera el aforismo de que, todo en la vida acontece dentro
de la órbita de un sueño, de un desiderátum. Porque nada hay en esto que no
pueda mirarse en el espejo cuantificador del tiempo, sin que a simple vista no
se vea reflejar el desteñido, el problema de la realidad.
Este largo relato que me he atrevido
a escribir sólo con el ánimo de hacer viable la distancia, o de tender un hilo
trascordado entre nuestro remoto pasado y el más reciente, que, habiendo sido
presente alguna vez, equivalga no obstante para restaurar de alguna manera el
papel de las reminiscencias; y, no dejar que lo anterior se aleje mucho de
nosotros, y caiga en el eco del olvido.
Sólo me resta decir entonces (siguiendo
tanto de cerca como de lejos el tráfago o el rigor de la vida) que, saber
perder, puede invitar a ganar de continuo aprendiendo bien la lección, y, poniéndola
en la cuenta de una relación causa-efecto. Por lo tanto, cundo pierdas lo que
se disputa en un juego, en un tema, o en la ilación de un concepto, no te fijes
en lo que has perdido. Piensa en lo que te queda por ganar.
Que la vida es también, según Hanni
Ossott, “aquella cerveza amarga que a los bebedores parece dulce siempre,
cuando con ella se mastican distracciones frescas…, justo detrás del tablón,
justo donde allá atrás está lo real”.
Y, por último; después de todo lo que ha
estado apegado a lo cotidiano y reminiscente de estos cuentos, relatos o
quimeras vivenciales -que no he querido ni he podido silenciar ante mis hijos,
nietos y biznietos-, digamos con las Rubaiyat de Omar Kahayyam, que, así como
la Naturaleza nos lanza al terruño o ramaje de un mundo desconocido, sin ningún
permiso nuestro, tomemos a cambio el disfraz de una sonrisa sostenida, cuando
el sollozo nos ahoga.
Y que al ras, tragando durezas y
callando silencios, creo haber cumplido desde mis afueras lejanos, con lo que fui de
joven. Echado a llevar dentro, una mirada de sol a la realidad.
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FIN
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