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martes, 21 de febrero de 2012

A LA VUELTA DEL TIEMPO ------------PARTE FINAL


S
i lo que llega de primero -como dice el refrán-, es lo último que se va, voy a regresar entonces al lugar en donde mi natural ahínco de cultivar la tierra vivió su primera experiencia del adentro y del afuera. Y, si fuese el caso de que, por experiencia se entendiera algo irrelevante o sin consecuencias, casi podría decirse en contrario que, por ahí comenzaron a ir y venir el tropel de las cosas que pusieron a prueba y echaron a andar mis afanes, basados en una visión de futuro como si fuese un destino.
VACA CRIOLLA LIMONERA
            Fueron muchos los buenos motivos como para sentirme bien entonces, cuando por ejemplo mi suegro Federico me invitó a ver una hacienda a medio andar, que le estaban ofreciendo a crédito holgado, a orillas del río Cachirí, con un pie de cría bovino proveniente del criollo limonero, una montaña virgen, y unas cuantas hectáreas de pasto Páez y Guinea, ya sembradas. Un ranchón de labores con techo de palmas, y, una habitación rústica donde dormir. Así empezamos.
            No puedo olvidar las dificultades y escollos que teníamos que sortear entonces para llegar hasta allá; al margen por supuesto de la gran satisfacción y seguridad de ánimo, conque cada uno de nosotros respondíamos a esos obstáculos presentados en el camino. Pues, como si fuera uno de esos misteriosos cuentos de Poe, había que cruzar la Laguna de Tulé con las provisiones de mantenimiento de la semana, en un pequeño cayuco, que a cada golpe de remo embarcaba agua, y que en momentos creíamos naufragar. Atrás quedaba hasta el regreso, el carricoche de vehículo, y aquel infernal camino de barro que debíamos transitar siempre de ida y vuelta.
            Pero esto no era todo. Gracias a lo excelente de nuestra vocación y paciencia, subíamos, en medio de un silencio casi religioso, al lomo de sendos caballos, que del otro lado de la gran represa nos tenía ensillados Julián, el encargado del hato, para terminar de recorrer el último e intrincado tramo montañoso del camino (sólo para bestias), de 7 a 9 kilómetros, aproximadamente. Además del trajín de una recua de carga compuesta por dos o tres burros provistos de jamugas y garabatos, para sostener el suministro o provisión de víveres destinado al personal obrero.
                         LAGUNA O REPRESA DE TULÉ
 
      Una de tantas, luego de que nos tocara una larga,
tormentosa y oscura noche del mes de octubre, sin que pudiésemos llegar a ver siquiera, hacia dónde nos conducían las bestias, sucedió que, sin que lo advirtiéramos ninguno de nosotros, habíamos regresado al punto de partida. Es decir, a las mismísimas orillas de la Laguna de Tulé, remolineando el último periplo del recorrido, entre lo más tupido y escabroso de aquella montaña.  
            A todo esto; y, puesto que en las grandes dificultades todo se vuelve alma, emprendimos de nuevo el camino hacia “La Abeja” (que así se llamaba la hacienda), resueltos desde luego a llegar esta vez a nuestro definitivo destino; dejando que fuesen los propios animales los que fijaran el rumbo -frente a aquella casi absoluta oscuridad-, ya que su tendencia natural o sus mismas fuerzas instintivas, los hace volver al sitio en donde han crecido, o adonde tienen costumbre de acudir.
 
                              ÁRBOL DE CARRETO

            Sucedió entonces, que, casi amaneciendo, y, cuando ya habíamos repasado la mayor parte de los tramos de ese largo y arduo trayecto, hallamos a dos de nuestros trabajadores provistos de sendas hachas, cortando en trozos un gran árbol de carreto que la tormenta había tendido sobre el angosto camino; de donde sin duda partió el equívoco de las bestias; o, mejor, del nuestro, al querer exigirles irreflexivamente su avance, en medio de las vueltas y tornos del caracoleo. Más el escapismo de las cosas que, en situaciones como esas, cambia a otra la realidad.
            Ya el sol -descorridos los últimos velos de la noche-, despuntaba en el horizonte visible, cotidiano. Allí donde moran los ángeles con sus pájaros, aromas, colores y sonidos convocando al arado y a la palabra de la tierra, sobre el gris y el verde de los vegetales, anhelantes de savia, habla y música. Sin tiempo y sin urgencias.
            Irnos a dormir ahora, era por supuesto lo inminente. Una cita con la hamaca, después de aquella oscura y calamitosa noche de sombras, lluvia y evanescencias, no estaba del todo tan ausente en nuestra presencia de ánimo. Pero, sabiendo que aflojar en el trabajo del campo es contrario a la severidad cotidiana y a su disciplina, y, un mal ejemplo a seguir, nos mantuvimos en pie de combate hasta el final, leales a esa costumbre; como un modo de entender y resistir las duras exigencias de la vida; de cuyo mundo interior salen buena parte de estos apuntes, que he dado en llamar entre amigos y  familia, “A la vuelta del tiempo”.
            Otra vez me tocó ir solo en un cacharro de camión, por la carretera de tierra paralela a unos rieles de tren abandonados, mientras el compadre Federico, Olga y los muchachos iban en un jeep por el camino menos accidentado de la “Botella”; a esperar a que yo los recogiera en un cayuco al otro lado de la Represa de Tulé, hasta donde se suponía llegarían, y luego regresar en él al camión, para finalmente tomar el camino de la hacienda. Pero todo resultó un chasco signado por el fracaso.
            Aquel camino era intransitable en tiempo de lluvia, y, como había llovido demasiado entonces, no hubo manera de que yo pudiera sacar del barro el viejo camión de donde flotaba. Se había quedado atascado en torno a un pantanal pegajoso e infranqueable. Por lo que tuve que caminar durante casi dos horas en plena oscuridad, y esperar a que aclarara, para cruzar la Laguna y reencontrarme luego con los demás, que habían pasado la noche en una casi desmantelada Comisaría de Tulé.
            Fácilmente puede imaginarse la impotencia y la precariedad de que fuimos objeto, tras semejante aventura, donde había muy poco que salvar.
            Era buena tierra y de agua abundante. De una montaña virgen y misteriosa, llena de cedros, caobas, canalete, samanes, algarrobos; entre otra inmensa variedad de árboles de madera dura y resistente como el carreto, el ébano o el curarire; excelentes para el estantillado de cercas y corrales. Además de una fauna sorprendente de guacamayos, arrendajos, turpiales, paraulatas, el yaguazo colorado, el pato real, la perdiz colorada, o el loro de cabeza amarilla. Venados, conejos, báquiros, cunaguaros, jabalíes, etc., rememorando  antiguos mitos y leyendas.
            En dos años se duplicó el ganado. La producción de queso creció al ritmo del ordeño de unas setenta vacas, de pastos mejorados, y, de nuevas instalaciones, que de hecho facilitaron el manejo y la operatividad del rebaño; como mangas para el herraje, vacunación, conteo, embarque, y, baño contra la garrapata. Además de lamederos de sal y de cayucos, para el suministro de melaza al ganado. 
                                                           EDUARDO PERICH BRACHO
            Era también -al calor de las circunstancias-, el paso obligado de maleteros y migrantes colombianos; muchos de ellos dedicados al tráfico ilícito de mercancías, y, a la prostitución; con todas las derivaciones o dictámenes críticos que tal práctica supone. Incluso, causa de un dolor que persiste entre nosotros, sin saber aún qué nombre darle, resultado del execrable crimen de que fue víctima nuestro entrañable primo, compadre, compañero y amigo, Eduardo (dentro de su hacienda de Cierra Azul), lugar aledaño a la misma cadena de montañas de La abeja, y, bajo los mismos factores de riesgo. Todavía -ante ese dolor-, suenan lejanos estos versos de Vallejo: “Hay golpes en la vida tan duros, golpes como del odio de Dios”.
         Contar ahora esta bonita y también desolada moraleja, entremezclada y difusa; y, que ha sido parte de algunas tensiones contradictorias al final del camino, me hace preguntar a solas qué libros hay que leer, para aprender a ver aquellas pequeñas y grandes cosas que de alguna manera le otorgan inflexible sentido a la realidad. Para saber que el hombre carece de lugar, como lo apuntaba Rilke. Para saber brindar por todo lo que se encuentra y se pierde, según el poeta Miguel Hernández. Y, saber resistir como el brote bajo la tierra seca, hasta eclosionar, a decir de Ernesto Sábato, antes del fin.
          Pues bien; no sé cómo decirlo. Pero tal vez sea una buena forma recordar únicamente lo que debe ser, lo que tiene algún significado colectivo; o, lo que sumado, es decisivo.
            Sí escribo esto, es solo para significar que, si en verdad es cierto que los negocios en sociedad –sobre todo los efectuados en familia-, se estropean a menudo, quizá ayude a encontrar un sentido de mayor trascendencia a tal supuesto, si agrego aquí que el nuestro, el negocio de La Abeja, no fue la excepción.      
            Cuando años después –vuelto ya todo a una realidad nueva, y, al mutuo afecto que mi suegro y yo mantuvimos siempre-, y llegado al final donde él decidiera poner en cabeza de su hija Olga lo poco que quedaba de hacienda, ya se había hecho demasiado tarde de puro olvido; pues, a pesar de que ahora habíamos acordado echarle la última palada de tierra al equívoco, es decir, el de no haber sabido plantear nuestras diferencias de una manera distinta a la que condujo al rompimiento, yo ya estaba metido de lleno en la consolidación de mi fundo “El Oasis”, en Machango; que, a partir de mi retrasada renuncia de la Creole después de más de veintidós años de servicio ininterrumpido, lo había comenzado a fomentar motu proprio, siguiendo los dictados fundamentales de mi proyecto de toda la vida.
            Un acontecimiento como ese, no podía sino despertar viejas tensiones, que, entremezcladas una y otra vez con las comidillas de dos media-hermanas de padre, de Olga, además de las de su propio entorno, acabó en la triste paradoja de tener que apalear a la venta de la manzana de la discordia, que apenas alcanzó a duras penas para repartir migajas del producto de la venta entre difusos derechos y cuentas de herencia, después de solventar los gastos que siguieron muy cerca el uno del otro, de hospitalización y honras fúnebres, tanto del compadre Federico como de la señora Josefina (mis suegros), que desde hacía algunos años vivían bajo un mismo techo con nosotros, en la casa solariega de la calle 72, acompañados de nuestro cariño y atención.
            Y, como no se pasa de lo posible a lo real sino de lo imposible a lo verdadero  – como lo apuntaba Sábato, y me gusta repetirlo-, fueron muchos los motivos que nos hicieron pensar -después de una profunda meditación en función del bien común de la familia-, que hicimos lo debido a su tiempo, necesidad y origen.               
            De modo que, tal vez sea éste el ciclo troyano que, aún lleno de ademanes congestionados de enconos y de agudos hitos, terminó por ser donde posiblemente dio comienzo el duro aprendizaje, de que la vida no es tarea fácil, ni todo el monte es orégano, sino una empecinada confusión de hermosos ideales y nostálgicas realizaciones.
            No he querido dejar para después lo que he podido recoger y contar a la vuelta del tiempo, en estos apuntes, por no hacer más tarde las horas que todavía aspiro tener delante; interpretando de esa manera el aforismo de que, todo en la vida acontece dentro de la órbita de un sueño, de un desiderátum. Porque nada hay en esto que no pueda mirarse en el espejo cuantificador del tiempo, sin que a simple vista no se vea reflejar el desteñido, el problema de la realidad.   
            Este largo relato que me he atrevido a escribir sólo con el ánimo de hacer viable la distancia, o de tender un hilo trascordado entre nuestro remoto pasado y el más reciente, que, habiendo sido presente alguna vez, equivalga no obstante para restaurar de alguna manera el papel de las reminiscencias; y, no dejar que lo anterior se aleje mucho de nosotros, y caiga en el eco del olvido.
            Sólo me resta decir entonces (siguiendo tanto de cerca como de lejos el tráfago o el rigor de la vida) que, saber perder, puede invitar a ganar de continuo aprendiendo bien la lección, y, poniéndola en la cuenta de una relación causa-efecto. Por lo tanto, cundo pierdas lo que se disputa en un juego, en un tema, o en la ilación de un concepto, no te fijes en lo que has perdido. Piensa en lo que te queda por ganar.
            Que la vida es también, según Hanni Ossott, “aquella cerveza amarga que a los bebedores parece dulce siempre, cuando con ella se mastican distracciones frescas…, justo detrás del tablón, justo donde allá atrás está lo real”.
             Y, por último; después de todo lo que ha estado apegado a lo cotidiano y reminiscente de estos cuentos, relatos o quimeras vivenciales -que no he querido ni he podido silenciar ante mis hijos, nietos y biznietos-, digamos con las Rubaiyat de Omar Kahayyam, que, así como la Naturaleza nos lanza al terruño o ramaje de un mundo desconocido, sin ningún permiso nuestro, tomemos a cambio el disfraz de una sonrisa sostenida, cuando el sollozo nos ahoga.
            Y que al ras, tragando durezas y callando silencios, creo haber cumplido desde mis afueras lejanos, con lo que fui de joven. Echado a llevar dentro, una mirada de sol a la realidad.
                                ççççççççççççç        
                                         FIN