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jueves, 8 de diciembre de 2011

A la vuelta del Tiempo - Manuel Martinez Acuña - Parte 24

G
abriel Bracho fue un hombre siempre atormentado por el destino de su patria, como lo reflejan su obra y su crítica contra los que la han pospuesto a menudo a sus sórdidos intereses personales.
            De Bracho se ha escrito mucho en el país y en el exterior. Su obra y su modo de pensar se conocen ampliamente.
            Hago este tránsito de lealtad, de histórica reminiscencia, a un amigo muy querido; a tiempo de cumplirse pronto un aniversario más de su muerte; con el gozo que acompaña el calor de un afecto.

Gabriel Bracho y Manuel Martínez
            En Literatura y Humanismo, edición de “Monte Ávila”, el escritor J. F. Reyes Baena, refiriéndose a Gabriel Bracho, dice: “La palabra, el gesto, el acento, la seguridad de Gabriel B racho, son reflejo fiel de su temperamento, de su naturaleza.” Y, más adelante continúa: “En una época de esguinces mentales, de patinajes ideológicos de fuga de responsabilidades, de quiebra moral, reconforta encontrar un pintor, un ciudadano que permanece consecuente consigo mismo, con su ubicación social, con su manera de ser.” 

            En un trabajo crítico de mi cuñado Adolfo Romero Luengo, titulado El pintor Gabriel Bracho visto a nivel de los años, habla de un artículo escrito en Santiago de Chile, en noviembre del año de 1949, por Antonio de Undurraga, que refleja de manera patente la dimensión espiritual, humana y pictórica de Bracho, y cuanto en torno a él se ha dicho después, hasta el presente, que a la letra dice: “Este Gabriel Bracho, tan venezolano y tan nuestro, de alma tan ardiente, tan generosa y cabal, nos ha venido a mostrar en su paleta, llena de fuerza y grandeza, un sentido de lo universal americano con un cariz dramático que, nos ha sorprendido, como si exhibiera en ella la cabeza del Bautista.”
            “Y es así como en su óleo La tierra, de nerviosos trazos y denso escozor creador, nos da a entender cómo cada hombre suramericano, es casi un árbol avasallado por su hálito, y, encuadrado en ella…”
            Por su parte Romero Luengo, formula: “La fuerza sensorial lleva a Bracho a las más diversas manifestaciones en su pintura. De allí que de pronto se le vea en una expresión folklórica. Pero entendida ésta en su auténtico valor de tradición, en su interpretación de un sentir, de una vivencia popular, si en ello ve la oportunidad de dar en su pureza la imagen de un pueblo. O ya es lo épico. Como lo señala, por ejemplo, en el Instituto escuela de Caracas, su Mural Venezuela. O el que por encargo del doctor Rafael Caldera, siendo Presidente de la República, realizó para el Salón Boyacá de Miraflores, sobre la Batalla de Boyacá…”
            Gabriel Oscar, como se le llamaba en confianza, llegó pues a plantear con su pintura comprometida, la humanización del arte, mediante la conceptualización de un realismo social, que diera una definición telúrica vital, dentro de la realidad humana, con todo su significado histórico.   
            De esto dice al respecto el ilustre ensayista Mariano Picón Salas, lo siguiente: “De nada sirve la mejor Gramática de las formas y de los estilos, si ella no expresa el peculiar combate del artista con su época y su destino.”            
            Y, cuando en octubre del 67, un periodista le suelta la pregunta traviesa de cómo veía él el arte no figurativo, de forma terminante y con su definición de siempre, le responde: “Soy figurativo porque pinto al hombre y su mundo; me interesan los problemas humanos, me angustian, me dominan.”          
            A esto puede agregarse, que, la amistad para él era como una religión, que no se impone ni se programa, sino que se centra en su propia esencia.    Por eso, cuando estaba de vuelta en su pequeño mundo de Los Puertos, y yo le visitaba desde Maracaibo, ponía a un lado el color y las formas de sus acrílicos, se secaba las manos de residuos de pintura con su pantalón, expresando cosas como éstas: “Dejemos el “realismo” y, vayamos ahora al encuentro con la realidad. Salgamos pues a escanciar una copa de vino.” Así era el gran muralista con sus amigos.
            Cuánta más sensibilidad no había en estos gestos del gran muralista, que los de tantos otros enceguecidos con sus ideas y proyectos.
            Así iba todo, cuando en una tarde de noviembre de 1992, recibo una tarjeta de felicitación de Navidad de Gabriel, que por su muy temprana extemporaneidad, me hizo temer que algo no andaba bien con su salud. Que aquella esquela traslucía, rezumaba un estado de ánimo afectado por un agravamiento del terrible cáncer de piel que padecía. Me horrorizó pensar que aquello pudiera ser una especie de despedida antes del fin.
            Sin embargo; gracias a su extraordinaria reciedumbre física y, a su imponderable fuerza de voluntad,  fue el 6 de marzo de 1995 cuando dejó de resistir más la existencia, vistiendo de luto al mundo del arte impresionista; de nostalgias, a la Villa procera y levítica de Los Puertos de Altagracia; de orfandad a sus amigos; y, de un dolor irreparable a su familia.
            Esta fue la imagen y el mensaje de su puño y letra:
 
           
            Después, salió muy poco de su casa del Cafetal en Caracas. No lo vi más. Pero aún me parece verlo con sus pantalones engrudados de pintura, mirando con perplejidad las vueltas destempladas que el mundo daba en su entorno.