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omo la principal razón del viaje a Europa fue la de visitar en su lecho
de enfermo al científico venezolano, Humberto Fernández Morán, tomamos un
pequeño avión en el aeropuerto de Ámsterdam, y viajamos a Estocolmo, en una
lluviosa mañana de ese mes de octubre de 1998. Pues habíamos sido comisionados
por el Gobernador del Estado Zulia, comandante Francisco Arias Cárdenas, para
hacerle llegar al doctor Fernández Morán, en su nombre y representación un
mensaje zuliano de desagravio, por tan desafortunado desafuero del que fuera
víctima, entre insultos y envidias de un gobierno apátrida, un aciago mes
de enero de 1958.
Apenas bajamos del avión, nos dirigimos -como es de rigor-, a la oficina
pública de Extranjería, en donde nos atendió una malhumorada empleada de cara
agrietada por la amargura, tras una serie de preguntas capciosas; muy propias
de hacérselas a traficantes de droga o a delincuentes internacionales. En
ninguna otra parte (por ejemplo en Ámsterdam, París o Madrid), topamos con esa
manera de tratar al turista.
Estaba tan poco informada esa funcionaria, que ignoraba por completo lo que
toda Suecia sabía. Es decir; que el creador del bisturí de diamante, del
microscopio electrónico de alta resolución, o el colaborador del programa Apolo
de la NASA, entre otras realizaciones científicas, reposaba desde hacía tiempo
en un hospital de su país, expatriado por el gobierno de Venezuela, con un
cuadro clínico severo de aneurisma cerebral.
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En esa misma mañana de equinoccio de otoño, entre lagos interiores, canales y
puentes, llegamos al modesto apartamento del insigne científico venezolano;
donde ahogaba su congoja, su fatiga de verse exiliado de su patria por
inconfesables maquinaciones políticas, o falta de apego a los valores
universales. Vale decir; por sólo haber aceptado ser ministro de educación del
gobierno de Marcos Pérez Jiménez, durante 12 días, dentro de un envés tejido
por la buena fe, y el ánimo de ser útil.
Allí
nos recibió con su fácil sonrisa de siempre su inseparable esposa sueca, doña
Anna Browallius, no obstante entreverse en su rostro cierto gesto de
preocupación, tal vez debido a la situación grave e irreversible por la que
estaba pasando el científico venezolano.
Cumplidos
los saludos de cortesía y expresado el objeto de nuestra visita, doña Ana,
reservada y estoica, nos habló un poco sobre historia de su marido; y, nos
mostró también algunos documentos, fotos, y uno que otro elemento científico
que le servía de medio en su ejercicio profesional.
Había en la sala de la habitación, encima de una mesita de centro, un trocito
de roca cortada con propiedad y precisión, dura y sólida, que muy bien podía
ser una piedra cualquiera o vena de ella; pero aquel objeto desconocido y casi
incomprensible, era nada más ni nada menos –para asombro nuestro- que un
trocito de roca lunar que le fuera otorgado por la NASA, como reconocimiento al
hecho de ser el inventor del bisturí de diamante empleado mundialmente para cortes
ultra-finos, tanto de tejidos biológicos como de las muestras lunares traídas a
la tierra por los astronauta; y también como investigador del Proyecto
Apolo.
Todavía me parece carecer de aquel privilegio, de aquella circunstancia, como
la de haber podido tocar -fuera de todo tiempo histórico real-, un guijarro
lunar.
A las
nueve de la mañana siguiente estábamos entrando con doña Anna en el hospital, a
objeto de hacerle llegar en nombre y representación del pueblo zuliano, un mensaje
inquebrantable de admiración, respeto y solidaridad, por su obra y su genio
científicos; cuyas líneas éticas han conducido -en tanto su filosofía y su
moral- a despertar una nueva vida colectiva. A sustentar códigos de convivencia
entre los hombres de buena voluntad. Y, una rosa roja era colocada dulcemente
por doña Anna, en un pequeño florero que había en la habitación, a cambio
de otra anterior. Creo que serían como las 9:30 del día 24 de octubre, según el
boarding pass de la ilustración.
DR. H. FERNÁNDEZ MORÁN Y SUS ALUMNOS |
Fue
un momento trascendente para nosotros aquella introducción de trato directo con
el doctor Fernández Morán, en su lecho de enfermo. Antes, por anticipado, doña
Anna le había hablado acerca del motivo y fuente de nuestra visita; razón por
la cual -al escuchar de viva voz los detalles del mensaje del que éramos
portadores-, su actitud fue la del filósofo excelso y sereno que, no obstante
haber sido macerado en angustias de proscrito por las malas artes de la
política de su país, pone tras sus amarguras personales un hilo espiritual de
sabio perdón, frente a sus gratuitos y aviesos detractores de entonces.
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Cuánta congoja no reflejó su rostro, cuando le contamos unas cuantas cosas de
la Maracaibo que dejó atrás; de su gente y su voseo; de su progreso acelerado.
De sus calles. Y, de la devoción y el respeto con que toda Venezuela conserva
su nombre, por la importancia de sus innumerables aportes científicos y
tecnológicos que ha dado a la humanidad, en todos los idiomas.
Cuando llegamos a una de esas digresiones breves de la conversación, le
pregunté si podía leerle una carta que el historiador Vinicio Romero Martínez
tuvo a bien enviarme –advertido como estaba de mi viaje a Estocolmo-, a objeto
de que le informara de una decisión tomada por la editorial “Italgráfica C. A.”
de Caracas, respecto a la impresión de un libro que, además de su página de
vida, incluyera cuánto material científico inédito pudiera ser publicado, como
un digno homenaje a su vasta obra e insigne trayectoria.
I,
con uno de esos gestos absolutos que tanto dicen de la modestia de los
espíritus superiores, de los que están destinados a una misión rectora, asintió
de inmediato en cuanto a lo tocante a mí pregunta, pidiéndome insistentemente
que le expresara de su parte, tanto al doctor Vinicio Romero Martínez
como a la empresa Italgráfica su profundo agradecimiento, por tanta
generosidad, según él inmerecida.
Cabe
señalar aquí -con el gozo que acompaña a todo gran propósito-, que durante toda
esta conversación, el científico Fernández Morán nos atendió con el personal
esmero de quien recibe huéspedes coetáneos de su lejano país natal; no obstante
tener que mantener una incómoda posición en su lecho de enfermo, debido a su
crónico padecimiento de aneurisma cerebral.
Debía
-ayudado por sendas almohadas-, conservarse casi sentado en la cama, y
permanecer agarrado con la mano izquierda de una barra colocada en línea recta
inclinada, aproximadamente a 45º, con otra horizontal suspendida por una cuerda
de nailon, asida a la vez por su mano derecha, formando aproximadamente un
ángulo agudo.
Conversación que guardo registrada en un casete reliquia, como un vestigio de
cosas, vicisitudes o acciones, de uno de los científicos venezolanos más
connotados del mundo.
Veamos ahora transcripta, al lado izquierda, la mencionada carta.
De ahí, del hospital, nos regresamos de nuevo a la casa de doña Anna.
Allá hablamos de cómo poder hacer las gestiones necesarias, entonces, a fin de
rescatar su legado científico de un depósito, creo que de la Universidad de
Chicago, de la cual por cierto recibió el Premio John Scott, como
reconocimiento universal, por su invento del bisturí de diamante. Galardón sólo
otorgado antes a Tomás Salva Edison, María Curie, Edward Salk, Thomas Fleming y
John Gibbon.
Lo que ocurrió después
de su muerte con sus manuscritos, investigaciones inéditas, y hasta
microscopios electrónicos legados por él a su querida patria, Venezuela, terminó
en una tragedia; pues nadie quería hacerse cargo de los costos del traslado.
Hasta que de alguna manera, por fin, pudieron llegar sus bienes a manos de la
Universidad del Zulia, sin conocerse de cierto hasta ahora, qué destino tomaron.
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No en vano había
escrito en una visita que hizo a su país en el año de 1971, a propósito de una
charla que dictaba en San Cristóbal del Táchira, titulada “Las oportunidades y
retos de la ciencia y la tecnología”, estas dolorosas palabras: Soy un misionero y solitario en mi propia
tierra; como lo fue Miranda y como lo fue Bolívar. Persistiré en mi firme
empeño de cumplir callado mi misión como investigador científico y educador,
contando con la jovialidad de Sancho mi tristeza neta de Quijote.
Cabe señalar aquí que, el doctor Roberto
Jiménez Maggiolo, científico, pintor, docente e historiador, es uno de los
primeros biógrafos del doctor Humberto Fernández Morán.
BREVE PÁGINA DE VIDA
Nace en Maracaibo en
1.924
Muere en Estocolmo, Suecia el 17 de marzo de 1999
Muere en Estocolmo, Suecia el 17 de marzo de 1999
A los 21 años se gradúa de médico Summa Cum Laude y extiende sus
conocimientos en el área de Microscopia Electrónica, Física, especializándose
en Necrología y Neuropatología en los Estados Unidos.
Fue el fundador del IVIC (Instituto Venezolano de Investigaciones
Científicas) y creador de la Cátedra de Biofísica de la Universidad Central de
Venezuela. Fue Ministro en el Gobierno del General Marcos Pérez Jiménez
(Finales de la década de 1950) y con la caída de su gobierno tras un golpe de
estado, el Dr. Humberto Fernández Morán es expulsado del país por el nuevo
gobierno.
Entre sus diversos inventos se encuentra la "cuchilla de
diamante", empleada mundialmente para cortes ultrafinos tanto de tejidos
biológicos hasta de las muestras lunares traídas a la Tierra por astronautas.
Inventó también el "Ultramicrótomo" para cortes delgados de tejidos,
convirtiéndose por ello en el primer venezolano y único latinoamericano en
recibir la medalla "John Scott" en Filadelfia.
Fue investigador principal del Proyecto Apolo de la NASA en los
Estados Unidos de América, también fue profesor en reconocidas Universidades
como Harvard, Chicago, MIT, George Washington y, en Europa, en la Universidad
de Estocolmo.
En Estados Unidos se le propone ser nominado al Premio Nobel, el
cual él rechaza ya que para ser nominado tenía que aceptar también la
ciudadanía Norte-Americana, a la cual se niega dado a querer mantener su
nacionalidad venezolana.
Fue galardonado con las más altas condecoraciones: Orden y
título de "Caballero de la Estrella Polar" conferida por el Rey de
Suecia; medalla "Claude Bernard", de la Universidad de Montreal;
Premio "Médico del año" otorgado en Cambridge y, un reconocimiento
especial otorgado por la NASA con motivo del décimo aniversario del Programa
Apolo.
El Doctor Fernández Moran tiene reconocimientos del IVIC en
Venezuela, otorgados por primera vez en 1998. Después de su muerte el 17 de
marzo de 1999, el Gobierno Venezolano pidió a la familia del Dr. Fernández
traer sus restos al país y también conferirle los respectivos honores por su
obra, pero no fue posible. El Dr. Humberto Fernández Moran fue cremado y sus
cenizas reposan hoy en su segunda patria, Estocolmo, Suecia.
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