oy. a las siete de la mañana, como de costumbre, y después de llevar
sus hijos a la universidad, mi hija Morayma vino a buscarme para caminar un poco
-una media hora más o menos-, alrededor de la plaza La Estrella, muy cerca de donde yo
vivo; que tiene una extensión perimetral de unos quinientos metros aproximadamente.
Al bajar del carro, y,
caminar apenas unos cuantos pasos, ambos quedamos deslumbrados por lo que se
había puesto delante de nuestra vista. Es decir, ese mundo perfecto y limpio de
los pájaros, que de alguna manera nos lleva a pensar en el absoluto del que tantas veces dudamos.
Era un azulejo joven
como un alba, apuesto y aguzado, presumiendo de la naturaleza inocente de sus
colores, y de la aventura de su primer vuelo. Un bello pájaro de unos trece o
quince centímetros de longitud, de color azul y visos verdosos, tendiendo a fajas
negras en las alas y la cola. Su
vuelo es raudo y recto como una flecha, particularidad de esa especie.
Pues bien; contrario a lo que pudiera
suponerse, este dulce, sencillo, solitario y voluntarioso pillo, se había subido
al retrovisor de un carro estacionado en la plaza. Allí lo vimos mirándose al
espejo y, picándolo fuertemente con una delirante actitud de niño malcriado. Se
cambiaba a cada rato de posición, dando vueltas en redondo y, volviendo a
golpear con su pico, lo que él consideraba acaso un posible adversario
incursionando dentro de su propio territorio.
Después de lo ocurrido y,
meditando un poco más acerca de ciertos mensajes sobrenaturales, que a la
postre uno no termina por penetrar jamás, continuamos caminando; pendientes sin
embargo del azulejo. Pero,
para la segunda vuelta de la caminata, ya nuestro personaje había cambiado de escenario
saltando ahora de rama en rama, posiblemente del árbol donde había nacido.
Ya casi habíamos dejado
atrás la dionisíaca página del azulejo, cuando a la tercera vuelta vimos de nuevo -ahora
más confundidos que nunca-, a nuestro alado comediante picoteando otra vez al
espejo con la misma determinación de antes. Y aquí nos preguntamos, ¿a qué
naturaleza puede atribuirse entonces tal insistencia? ¿Qué reflejo, memoria,
añoranza o inteligencia le hizo
regresar al mismo sitio, y a tomar la misma actitud?
Pero, lo más desconcertante de todo sucedió tres días
después, cuando cumplido ya nuestro ejercicio cotidiano, y, ya dentro del carro
disponiéndonos a abandonar el parque, apareció una vez más el misterioso y
encantador azulejo, queriendo mirarse de nuevo al espejo; pero
ahora (para mayor sorpresa nuestra), era del retrovisor derecho de nuestro
propio carro. Solo que, al darse cuenta de que nosotros estábamos dentro, voló
al árbol en busca de cobijo.
Por lo que a partir de este momento
.
sólo nos resta decir con Aristóteles que, a falta de otra explicación, “las verdades de las cosas nunca residen fuera
de ellas”.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario