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abriel Bracho fue un hombre
siempre atormentado por el destino de su patria, como lo reflejan su obra y su
crítica contra los que la han pospuesto a menudo a sus sórdidos intereses
personales.
De Bracho se ha escrito mucho en el país y en el
exterior. Su obra y su modo de pensar se conocen ampliamente.
Hago este tránsito de lealtad, de histórica reminiscencia,
a un amigo muy querido; a tiempo de cumplirse pronto un aniversario más de su
muerte; con el gozo que acompaña el calor de un afecto.
Gabriel Bracho y Manuel Martínez |
“Y es así como en su óleo La tierra, de nerviosos trazos y denso escozor creador, nos da a
entender cómo cada hombre suramericano, es casi un árbol avasallado por su
hálito, y, encuadrado en ella…”
Por su parte Romero Luengo, formula: “La fuerza sensorial
lleva a Bracho a las más diversas manifestaciones en su pintura. De allí que de
pronto se le vea en una expresión folklórica. Pero entendida ésta en su
auténtico valor de tradición, en su interpretación de un sentir, de una
vivencia popular, si en ello ve la oportunidad de dar en su pureza la imagen de
un pueblo. O ya es lo épico. Como lo señala, por ejemplo, en el Instituto
escuela de Caracas, su Mural Venezuela.
O el que por encargo del doctor Rafael Caldera, siendo Presidente de la
República, realizó para el Salón Boyacá de Miraflores, sobre la Batalla de
Boyacá…”
Gabriel Oscar, como se le llamaba en
confianza, llegó pues a plantear con su pintura comprometida, la humanización
del arte, mediante la conceptualización de un realismo social, que diera una definición telúrica vital, dentro de
la realidad humana, con todo su significado histórico.
De esto dice al respecto el ilustre
ensayista Mariano Picón Salas, lo siguiente: “De nada sirve la mejor Gramática
de las formas y de los estilos, si ella no expresa el peculiar combate del
artista con su época y su destino.”
Y, cuando en octubre del 67, un
periodista le suelta la pregunta traviesa de cómo veía él el arte no
figurativo, de forma terminante y con su definición de siempre, le responde: “Soy
figurativo porque pinto al hombre y su mundo; me interesan los problemas
humanos, me angustian, me dominan.”
A esto puede agregarse, que, la
amistad para él era como una religión, que no se impone ni se programa, sino
que se centra en su propia esencia. Por
eso, cuando estaba de vuelta en su pequeño mundo de Los Puertos, y yo le visitaba
desde Maracaibo, ponía a un lado el color y las formas de sus acrílicos, se
secaba las manos de residuos de pintura con su pantalón, expresando cosas como
éstas: “Dejemos el “realismo” y, vayamos ahora al encuentro con la realidad.
Salgamos pues a escanciar una copa de vino.” Así era el gran muralista con sus
amigos.
Cuánta más sensibilidad
no había en estos gestos del gran muralista, que los de tantos otros
enceguecidos con sus ideas y proyectos.
Así iba todo, cuando en una tarde de noviembre de 1992,
recibo una tarjeta de felicitación de Navidad de Gabriel, que por su muy
temprana extemporaneidad, me hizo temer que algo no andaba bien con su salud.
Que aquella esquela traslucía, rezumaba un estado de ánimo afectado por un
agravamiento del terrible cáncer de piel que padecía. Me horrorizó pensar que
aquello pudiera ser una especie de despedida antes del fin.
Sin embargo; gracias a su extraordinaria reciedumbre
física y, a su imponderable fuerza de voluntad,
fue el 6 de marzo de 1995 cuando dejó de resistir más la existencia, vistiendo
de luto al mundo del arte impresionista; de nostalgias, a la Villa procera y
levítica de Los Puertos de Altagracia; de orfandad a sus amigos; y, de un dolor
irreparable a su familia.
Esta
fue la imagen y el mensaje de su puño y letra: