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sábado, 6 de julio de 2013

CRÍTICA LITERARIA DEL LINGÜISTA TITO BALZA SANTAELLA



Parte del juicio crítico que Tito Balza Santaella encausa con vista al poemario “Las huestes del sosiego”; pero que dado el caso de que el poema  “Dheil” no figura en ese libro (poema al que quiere dar énfasis o fuerza de expresión), lo extrapola como un complemento de sus apuntes, según la siguiente fórmula literaria:
_______________________                                                                                            Por lo ya dicho -dice Tito Balza Santaella-, el poemario, que es expresión de amor hacia las cosas, los amigos, la tierra, el país y la vida, no tiene espacio para el amor carnal,
menos para el erotismo.
            Pero fuera de este poemario, en las páginas amarillentas de un viejo periodiquito provinciano, que las manos devotas de Olga, la fiel compañera inseparable del poeta, han conservado, leí una vez un soneto de ternura y emoción dedicado a ella.
            Y después, hace algún tiempo, tuve la fortuna de leer una joya lírica, suerte de elaboración imaginaria y del corazón, seguramente, salida de los manantiales del espíritu. Se trata de Dheil, un poema que tiene derecho propio para figurar entre las grandes creaciones de la lírica nacional. La excusa es Dheil, la diosa del aliento femenino, cantada por William Makepeace Thackeray en su novela La Feria de las Vanidades. Sobre él escribió nuestro fraterno Roberto Jiménez Maggiolo un bello artículo en Panorama, con el sugestivo título el hombre que quería robar un poema. A él los remito. Es muy cierto, Dheil es el poema que todo poeta del amor desearía haber escrito, con alguna delicada rima becqueriana, como el poema Veinte o Me gustas cuando callas de Pablo Neruda, Estar enamorados, de Francisco Luis Bernárdez, La balada de Hans y Jenny, de Aquiles Nazoa o Silvia, de nuestro querido Hesnor Rivera.
            Es un poema de verso libre y abierto. Hecho de sueños y deseos, de ternura y espera, anhelos y temores, amor y desamor, entrega y presentimientos de abandono. De nuevo el tiempo y la conciencia de la propia edad son los mayores motivos de temor:
¡Cómo te extraño, amor, cómo te espero!
A lo largo del tren donde tus alas
tienden irresistibles a ese azul
que siente el ave entre el alba y la noche
              El amante, amarrado por su tiempo y por sus circunstancias, es un sediento que espera. Todo en el poema es jeroglífico y simbólico. Las circunstancias matan la franqueza de las palabras, pero el discurso vive, cobijado entre imágenes y símbolos: el tren es la vida, el transcurso vital; el azul, las inmensas posibilidades y atractivos que en su loco afán cree servidos y a disposición de la amada, que es el ave; él es la noche; los demás, el alba.
          La amada es poetizada e identificada con las más delicadas, etéreas imágenes: ola, estela, golondrina de horizontes, todas sutiles y huidizas, inasibles, presentidas con vocación de escape y abandono, habitadora como ella es de océanos, pórticos, mares y playas, pródigos en llenar sus manos –sólo eso-, de mareas y peces y gaviotas.
Presente y cercano, es,
el trinar de tu risa. El jardín de tus rosas.
Lo temido y deseado.
      Pocas veces en la lírica nacional, lo erótico se ha disimulado con mayor delicadeza. Y pocas veces, el secreto amor de seres que no son libres, ha sido planteado con más dolorosa emoción:
Este sueño que el mar une y separa.
       Y en otra estrofa:
Lo que puede ser todo, aún por momentos,
un instante cualquiera, ya no es nada.
    Esto determina lo trágico. Cada paso del tiempo anuncia la pérdida, la lejanía, lo inevitable.
¡Y cada poco de bruma más ajena 
       Y más adelante:
Distante como ayer, hoy  y mañana,
déjame pensar en ti, algo que es mío,
aun cuando tú no lo hagas, porque es tuyo.
      Así discurre el poema formado por voces entrecortadas ante el temor de la partida, de la desaparición definitiva, del abandono. Y esta fragilidad que el tiempo y las circunstancias imponen, busca anclaje y sólo lo halla en la libertad de la memoria, en el recuerdo que es la fuerza de la voluntad reminiscente.
                             Y, si las flores pierden sus raíces;
o acaso sin saberlo, ya te has ido,
tú nada has de cambiar en mi memoria.
Mas, llenaré de recuerdos, los más dulces,
esta ausencia tuya, de olas y de alas,
para no hacer más triste mi desierto.

Tito Balza Santaella