Pues bien; era una
mañana de feria. La gente se organizaba espiritualmente, apegada a las
tradicionales fiestas navideñas, para una nueva celebración patronal. Para otro
veintiséis de diciembre más; con sus fuegos artificiales, sus vueltas alrededor
de la Plaza, poblada de árboles, el bombo sonador de Eudoro, el trombón de
Cheché, o el violín de Mr. Gábriel, de aquel tiempo; y, un repicar de campanas
echadas al viento, en torno a su Señora de Altagracia. Mr. Gábriel, como muy
pocos lo saben hoy, era también el organista de la parroquia, a quien
cariñosamente llamaban el “negrito de la estacada”.
Allí, entre la multitud, con su aguda mirada de pintor acucioso,
de códigos fuertes, y, movido por la fruición plástica que le era propia, estaba
nuestro genial pintor, Gabriel Bracho, contemplando con ciertas demostraciones
del rostro y de las manos, una pintura al óleo, que, maltrecha ya por el tiempo
y el salitre, decoraba el nicho ubicado entonces al fondo del Baptisterio del
Templo; personificando a algún santo sin denominación determinada; o encarnando
acaso a algún dignatario escolástico importante del siglo XVII. Era una obra de
arte con todas las apariencias de pertenecer a una época de la Edad Media; por
lo que el producto de aquel análisis, le había despertado tan honda impresión. Sobre
todo, por aquella calma, soledad y misterio, que según él, se desprendía de
ella, con ciertos albores de renacimiento.
Después de un efusivo saludo convencional entre los dos, y,
de algunas excentricidades humorísticas
suyas, que tenía el poder de crear con elegancia personal, me dijo palabra más,
palabra menos, lo siguiente; señalando al mismo tiempo con su dedo índice, la
decoración aludida: Una relevante obra de arte como esa, se resiste a ser
tomada por la inercia de la desidia, y solo se entrega a quien quiere
merecerla. Pues todo arte versa sobre lo humano y solo sobre lo humano,
haciéndose un lugar entre las más altas cimas del conocimiento. Corría entonces
la primera mitad de los años 60.
Hago mención de este hecho anecdótico; o mejor dicho, de este
breve tratado de filosofía kantiana -hablando a las edades-, por considerarlo como
una confesión virtual de su zona espiritual, íntima y reservada, mediante la
cual plantea y hace suya aquella retórica del sofista Protágoras, de que “el
hombre es la medida de todas las cosas”. Pero, tanto tiempo ha pasado después
de eso, que, cualquiera que sea el nombre que quiera dársele a este caso, no va
a ser más que un vago sueño del impresionismo filosófico de nuestro pintor.
No se dé a estas palabras ningún sentido estimativo o de
valoración, que de alguna forma pueda malinterpretarse o ser tomadas sólo como un
producto de la emoción de quién habla de su amigo, del amigo entrañable; pues
no se trata de eso, sino de la conceptualización pragmática de su realismo
social; de su definición telúrica vital; de la humanización del arte por el
arte, con todo su sentido histórico; de uno de los muralistas más universales,
tan venezolano y tan nuestro; y, de una infinita propensión por la verdad creativa,
como la única pasión que sobrevive al hombre. Y, el que, con su fácil sonrisa, e
inequívoca seguridad plástica, hubo de responder alguna vez, a determinada travesura
periodística, de este modo, y poseído además de un legítimo orgullo: “Soy
figurativo porque pinto al hombre y su mundo; me interesan los problemas
humanos, me angustian, me dominan”.
Y es así como mi cuñado Adolfo Romero Luengo, que no
obstante disentir tanto de su línea ideológica o agenda política, formula sobre
Bracho lo siguiente: “La fuerza sensorial lleva a Bracho a las más diversas
manifestaciones de su pintura. De allí que de pronto se le vea en una expresión
folklórica; pero entendida ésta en su auténtico valor de tradición, en su
interpretación de un sentir, de una vivencia popular, si en ello ve la
oportunidad de dar en su pureza, la imagen de un pueblo. O ya es lo épico. Como
lo señala por ejemplo, en el Instituto Escuela de Caracas, su “Mural
Venezuela”. O el que por encargo de Rafael Caldera, siendo presidente de la
República, realizó para el Salón Boyacá de Miraflores, sobre la gran batalla
bolivariana de Boyacá.”
Su catecismo filosófico se basó siempre -en sintonía con el
arte-, en la búsqueda de una respuesta que diera sentido al orden social que,
en rigor, significara una mano tendida para los excluidos, conforme al bien
común. Ajeno a las confesiones religiosas, Bracho respetó siempre la libertad
de conciencia en sus atributos más esenciales, a fin de que el mandato bíblico,
según él, hiciera más digna la tarea del espíritu. En este contexto, por
ejemplo, saluda con el ánimo puesto en los valores espirituales, lo que llegó a
significar para Los Puertos la ordenación sacerdotal de su coterráneo, coetáneo
y eminente prelado, Mariano José Parra León, por haber alzado su voz crítica desde
su parroquia hasta su Obispado, ante las desviaciones sociales de algunos
sectores públicos y privados, a quienes siempre combatió con las armas de la razón
y la ironía socrática, a través de los medios; entre los cuales se contaba su
hojita parroquial llamada “La Semilla”, que no dejaba espacio para la mediocridad
y los excesos políticos.
Cuando
Bracho caía en la quietud apacible de la intimidad, se hacía más comunicativo
con sus amigos; y, era en esos momentos donde mejor solía estar en sintonía afectiva con los más opuestos a
sus convicciones ideológicas. Pues, afirmaba que, el arte, en la medida en que
llegase a ser lo que es, tiende a solapar toda posición política o religiosa que,
de alguna manera u otra, transgrede el precepto absolutamente simple de la
convivencia. El socialismo de Bracho revela un alto compromiso con la dignidad del
hombre, y, su destino; acompañado siempre por principios basados en la igualdad
y en los valores formativos. Ha encolado estilos y modos de expresión, que, a
su término, cumplen su parábola creadora, en línea con el legado de su vigorosa
obra pictórica.
Qué no decir entonces del manual de estilo de nuestro
ilustre pintor altagraciano, que bien supo conjugar el arte muralista con las
inquietudes históricas del momento; y, el alto compromiso con los oprimidos. Y,
que, como ninguno, comprendió el sentido indisociable que impregna la vida
individual y social del hombre, en su lucha contra las desigualdades.
De ahí que sus murales hayan sido una especie de cruda
semblanza, de una Venezuela trascordada en el subsuelo de las reminiscencias
populares; manteniendo siempre una actitud proclive a romper las normas establecidas
desde lo alto, por los poderosos, y de ser inexorable consigo mismo, a la hora
de dar voz a los más vulnerables. Murales estos que fueron expuestos por
ejemplo en Manhattan EEUU (1944); Chile, Bolivia y Argentina (1946); Francia,
España Bélgica, Holanda, Polonia, Checoeslovaquia y Londres, (1950). De regreso
a México en 1957, exhibe su obra en la Sala de la Amistad internacional del
Museo Nacional de Artes Plásticas (Palacio de Bellas Artes). Sin dejar de lado,
desde luego, la lucha social a través de su pintura realista; alternando con la
ejecución de importantes vitrales. Bracho fue constante en su estilo. Mantuvo
lo figurativo y lo realista, avanzando contra corriente. Sus cuadros y murales
llevan el sello de su temperamento fogoso volcado en su pintura; logrando
armonías audaces e insospechados matices, de especial colorido. Buena parte de
su obra pictórica estuvo identificada con la lucha de clases, y la revolución
social que originó en Venezuela la explotación petrolera. Y, al través de sus colores
y acrílicos, condena la brutal injusticia que subyace en el sistema social, como
bestia adormecida sobre la perspectiva de los valores supremos del hombre.
A esto puede agregarse que, la amistad para Bracho, era como
una doctrina laica que se centra en su propia esencia. Era una tierra firme
para su espíritu. Por eso, cuando estaba de vuelta en su pequeño mundo de Los
Puertos, y yo le visitaba desde Maracaibo, ponía a un lado la paleta cargada de
colores y del material plástico de sus acrílicos; se secaba las manos de
residuos de pintura con su pantalón, expresando cosas como éstas: Dejemos de ver
pues las cosas tal como son, y, salgamos afuera a gobernar un rato nuestra
vida. Al menos, por lo que tiene que ver con nuestra línea de afectos. Y,
salíamos a comer pescado en uno de los restaurantes que dan al paseo del Lago;
a veces acompañados de la esclarecida escritora, Velia Vosh, su amante esposa. Así
era el gran muralista con sus amigos. Esa era su manera de llevar siempre bajo
el laurel de su sonrisa, la pedagogía del afecto.
Así iba todo, cuando en una tarde de noviembre de 1992,
recibo una tarjeta suya, de felicitación de Navidad y Año Nuevo, que por su muy
temprano envío, me hizo temer que algo no andaba bien con su salud. Que aquella
tarjeta podía llegar a translucir un estado de ánimo, causado de alguna forma
por un agravamiento del cáncer de piel que padecía. Me horrorizó pensar que
aquello pudiera ser una señal de despedida. Pero gracias a su extraordinaria
reciedumbre física, e imponderable fuerza de voluntad, no fue sino el 6 de
marzo de 1995, cuando dejó de oponer resistencia a lo insuperable; vistiendo de
luto al mundo del arte impresionista; de nostalgias y tristezas a su pequeño
mundo de Los Puertos; de orfandad a sus amigos; y de un dolor irreparable a su
familia. Era tal su rebeldía frente a las intimaciones de la fatalidad, que
cuando el oncólogo, a fuerza de no seguir postergando más su diagnóstico, le
habló de lo avanzado de su enfermedad, Gabriel le dio vueltas entonces al mundo
del pensamiento, y, tomando a broma lo que acababa de oír del médico, le soltó
con aire más disimulado que confidencial, esta coloreada frase de su
impresionismo filosófico: “Ahora no me muero un coño”. Como venciendo el fiel
de la balanza.
A un lado de esa tarjeta de Navidad, Bracho escribe –sin
dudar un solo instante de que la diversidad cultural arguye a la postre puntos
de vista profesionales diferentes-, lo que sigue, refiriéndose a un artículo de
prensa, suyo, que tuvo a bien enviarme para que yo lo viera: “Velia me corrigió bastante el bien decir.
Sin embargo, las ideas subsisten y, creo que
removerán un poco el catarro artístico de nuestra región. G.B”. Y, del
otro lado: Felices Fiestas, Seasons, para Manuel Martínez Acuña, esposa e
hijos, de parte de la familia Bracho – Bosh. G. Bracho. 18-11-92.
Pues bien; dado que ya hemos conversado un poco en torno a algunos
de los aspectos más relevantes de aquel modo de vida de nuestro gran muralista
Gabriel Bracho; en el que levanta la barbacana de su voluntad, para llevar con
el alma de su pintura, un soplo de aliento a los que el olvido ha silenciado, sólo
nos queda para concluir, pedir un fuerte aplauso de reconocimiento para la
Alcaldía del Municipio Miranda, su Acervo Histórico, y para su Alcalde Tiberio
Bermúdez, por el hondo significado que tiene el haber asumido tan laudable
responsabilidad ante la historia, dando lugar a este merecido homenaje, en
memoria de uno de los más preclaros hijos de esta procera y levítica Villa de
Altagracia. Muchas gracias.