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sábado, 16 de enero de 2010

La mira del escritor

La mira del escritor
Manuel Martínez Acuña
Por más que el pasado no deje nunca de anclar su augusto helenismo en el mundo del escritor moderno, tal tintineo no tiene por qué sujetar el avance de su lápiz, hacia la aurora de una nueva era; privarse de añadir algo de valor coetáneo a lo que en otro tiempo no fue capaz de imaginar, ni olvidar a más de esto el vacío filosófico que a menudo ronda en cada nueva generación, reduciéndola virtualmente a cómodo instrumento similar a la filatelia. No obstante, en cada ser humano habita una canción anónima, escondida, que mueve algo poderoso y desconocido, bajo el duende maravilloso de las artes y signos del tiempo.

Por lo que ética y escritor -entre otras cosas-, no disponen de una libre opción cuando miran o aplican criterios de valor, sobre hechos que caen fuera de su propiedad o de su objetivo fundamental. Es decir, el escritor puede llegar a ser una máquina destructora de vicios y de rostros incompletos en razón de la verdad, en la medida en que su trabajo busque acabar con la barbarie y los falsos positivos. Pero también puede generar espacios en donde tiene lugar la alabanza y el elogio, el cabildeo y el mal oficio.
También vale por su poderosa vinculación con el desarrollo espiritual de los pueblos, y con los procesos del conocimiento. Vale por el brote que alienta en la tierra destruida, y por el arco iris que pinta en la flor de los colibríes, en los relatos, leyendas, cuentos y figuras literarias con que, entre mitos y emociones del clasicismo o cibernéticas de la modernidad, convoca a la lectura.
Bien decía Cecilio Acosta del escritor (sobre todo del que toma su asiento al lado de la prensa escrita), que, “un periódico escrito en una gran metrópoli, y bien escrito, enfrena las olas de la agitación social o las dirige; forma las tempestades para convertirlas en lluvias de ideas; levanta tribuna para la opinión y tribunal para la queja. Y, en virtud de su poder y de sus relaciones internacionales, es árbitro de la paz y de la guerra.”
Ese pasado, porque tiene páginas, debe servir de contenido abierto. De sensibilidad objetiva. De fuerza que fije la implantación formativa que toca al presente. Lo que por supuesto no quiere decir que el escritor tenga por eso que correr las cortinas a toda práctica novedosa. Que no se proponga demostrar un nuevo modo de ver el mundo. Que no pueda dar un toque de fantasía a la realidad dominante. O, en todo caso, dejar de reproducir el lenguaje rústico de la calle con el que quiera teclear las pulsaciones del sentir moderno, si es que en realidad el mundo (que en cada presente se muestra siempre inconforme entre hombres y dioses), lo quiere ver de todas maneras como un regreso a la imitación.
De ahí que el escritor de hoy, que en parte está casi cercado por una cultura audiovisual de creciente contraposición al libro, tendrá que preocuparse por lograr nuevas sorpresas; desde su filiación con el lenguaje arquetipo, hasta el sonsonete antibiótico de la televisión. Para que del libro no salgan más y más viejos cadáveres disfrazados de obra maestra, de falsos heroísmos o, viciadas santidades, bajo la sombra ilustre que lo sigue.

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