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acia los diecinueve años cumplidos, convencido de que se acercaban
tiempos difíciles, y de que mis posibilidades de estudios superiores no tenían una
respuesta inmediata, comencé a buscar trabajo entre conocidos y extraños, a fin
de mitigar las necesidades de la casa que ya se hacían notar.
Corrían los años
cuarenta, signados por el fantasma de la segunda guerra mundial. Fue entonces,
y gracias a que se había despertado en mí una insaciable avidez por la lectura,
ese ámbito maravilloso de libros llenó entonces mi vida de ideales, y soplaron
vientos de universidad para quien tenía la voluntad de ella.
Así, con los años, leí
apasionadamente a muchos grandes escritores; entre ellos a Oscar Wilde, develando la
hipocresía de su tiempo, tras El retrato
de Dorian Gray. A Johann Wolfgang Goethe, con sus balbuceos poéticos, su Fausto y su inspiración del werther. A Charles Baudelaire, el de Las flores del mal, el adorador de los
gatos, el patriarca de los poetas malditos. A Jorge Luis Borges, el de las Siete noches, redondeando la figura del
hipálage tomado de la mano de Eneas
y de la Sibila de Virgilio. A
William Shakespeare, el de Hamlet, Otelo
y Macbeth. A Víctor Hugo, el de Los
miserables, el de Nuestra señora de
París; y el de Dios y la leyenda de
los siglos. A Edgard Allan Poe, el del Gato
Negro, el de Eureka y el del Doble
asesinato en la calle Morgue. O a Paúl Verlaine, en Romanzas sin palabras, acaso una colección
invocadora de su trágico arrumaco con Rimbaud. Al viandante de La Mancha con su rocinante, Dulcinea y
sus ruedas de molino. Y, hasta la aventura épica del Mío Cid.
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ecuerdo que mi primer trabajo se dio en Los Puertos, como escribiente
de la jefatura civil del municipio, con salario de un supernumerario de
policía. Luego, y cuando menos lo esperaba, me pasaron directamente a la secretaría
privada del gobernador, como mecanógrafo adjunto. Me acuerdo, a pesar del
tiempo transcurrido, que el secretario se llamaba Ciro Méndez, y, el gobernador
del Distrito Miranda, David Brillenbourg.
Digo la verdad cuando
señalo que, además de mi buen desempeño en los cargos que ocupaba, había otra
realidad inadvertida por mí, pero que de ninguna manera pudo haber influido
como único elemento a favor de mis posteriores ascensos producidos tan de
continuo.
En ese tiempo fue
cambiado don David a la gobernación del Distrito Urdaneta, y, a consecuencia de
ello, me vi en el trance de tener que alejarme del seno de mis padres; pues por
decreto del gobernador se me había nombrado secretario del Jefe Civil del Municipio
El Carmelo, cargo que me hizo sentir, para entonces, orgulloso
y feliz.
Pero, una cosa era estar
contento con mi nuevo trabajo, y otra desafiar los supuestos que siguen a
todo cambio de rumbo; o a esos primeros días de reacomodo que casi siempre
suelen ser incómodos; sobre todo cuando se trata de llegar a un pueblo desconocido,
solo, sin alguien a quien plantear una situación; donde lo cotidiano lo es todo
y, donde una actividad agropecuaria se había encargado de hacer de él una
ciudad rural. Y, en donde paradójicamente lo esencial de su idiosincrasia, estaba
regida por una sociedad selectiva difícil de penetrar. Me sentí de plano
convertido en un niño solo y asustado.
Tuvieron que pasar nueve
meses antes de que yo pudiera ser aceptado a medias por la comunidad carmelitana. Pero,
así como lo que a veces encontramos no se parece en nada a lo que buscamos,
sucedieron cosas muy simpáticas en aquel entonces, que con el tiempo se
encargaron de ablandar las aprensiones con que antes fui recibido.
Quiero decir con esto que,
habiendo comenzado la parroquia sus preparativos para la celebración de la
semana santa de esa época, su joven párroco, el padre González, me mandó a llamar
para hablarme acerca de la tradicional imposición simbólica de la llave que
guarda el sacramento de la eucaristía; tras la impronta de que el teólogo José
Ollarves Colón (a quien en otras circunstancias le habría correspondido ese
honor, por ser la primera autoridad civil del municipio), era un descreído
sacerdote que había apostatado de la fe de Cristo recibida en el bautismo. Eso
significaba pues, que yo sería el ungido a defecto del doctor Ollarves, como secretario suyo que era; y, por consiguiente,
yo debía cumplir con los sacramentos de la penitencia, o confesión, y el de la
eucaristía o comunión ese jueves santo, para así poder gozar de tal privilegio.
Desde luego, todo al
final marchó en una sola dirección; y, casi podría decirse que, tal acontecimiento
eclesial, resultó ser mi mejor aliado, para que los carmelitenses dejaran de marcarme
fronteras; o que su gente fuera al menos más comunicativa conmigo. Fue así como
pude hacerme amigo del intelectual Felipe Morán Atencio y de su señora esposa,
que tanto me ayudaron a editar el periodiquito Seremos, del que hablaremos más adelante.
Ser amigo de los hermanos González Valbuena, dueños de
la fábrica de fideos La Toscana. De la familia Fernández, Carlos y Emérita, de
muy agradable trato y feliz recordación. Del poeta Roberto González R., y, de la
numerosa familia Rincón, de cuya generosa casa me enviaron siempre, todos los
días, una botella de leche de vaca acabada de ordeñar. Recuerdo muy bien a una
de ellos, Fercinta, una linda rubia de apenas unos quince o diecisiete años,
alta, delgada y, grandes atractivos.
1 comentario:
Su historia, cuento, relato o como lo llame, me gusta, porque se fundamenta en la verdad de los hechos. Boscán Carroz,cronista entonces, me habló de Ud. Lo felicito.
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