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lunes, 26 de septiembre de 2011

A la vuelta del Tiempo - Manuel Martinez Acuña - Parte 21

M
ientras viajaba en 1998 a Europa, en ese vuelo de casi diez interminables horas, me puse a mirar hacia la nada. A observar cosas como por ejemplo la de aquel gigantesco Boeing 747 de la K.L.M., de fuselaje ancho de dos pasillos, que podía acomodar aproximadamente 500 pasajeros en dos clases, cruzando el océano de punta a punta, como si nada; lo que antes sólo lo hacían las golondrinas, las grullas, patos, gansos y cisnes; o se veía en la ciencia ficción del escritor francés Julio Verne.
            Me puse a meditar –viendo volar a aquel portento de avión- sobre si la manzana de Isaac Newton era en verdad leyenda o historia; pues en eso la realidad puede haberse mezclado un poco con la ficción -como mucha gente cree-, luego de que el mismo paso de los siglos pudiese haber tergiversado su esencia; o acaso enriquecido, en algunos aspectos.
            Por lo que pareciera muy simple creer entonces que, este matemático, científico y físico a la vez, haya caído en cuenta de un hecho tan importante como el de fijar con claridad y precisión la lógica de la ley de gravedad, tan sólo a causa de la ayuda de una manzana.  
            Igual me preguntaba -al mirar reflejada en la pantalla de radar de la nave, la altitud de 10.000 mts. y la velocidad de crucero de 913 km/h.-, si yo, en esa situación (sin posibilidad ninguna de poder salir de allí), y, cuestionado además por el síndrome de la claustrofobia, podía salir vivo de aquel lugar cerrado.
            Pero, haciéndole frente a los repiques de esa perturbación anímica, me repetía constantemente en voz baja, esta frase: estoy libre de esa tontería, no más claustrofobia. Pues bien; no sé si fue porque encontré expedita la ruta de la evasión, o por el abandono compulsivo de alguna fijación psicosomática que me afectaba. Lo cierto fue que -así parezca una metáfora aromada a propósito-, desde ese mismo momento del exorcismo estoy libre etc., no he vuelto a sentir ningún temor ni angustia ante la obscuridad, el ascensor, o ante la estrechez de un lugar.
            Ya en el aeropuerto Schiphol de la mágica ciudad de Ámsterdam, a todas estas, y, acompañado de mi entrañable amigo Roberto Jiménez Maggiolo, y de su hijo Loloy, nos registramos casi de noche en el hotel, después de haber salido también de noche de Venezuela.
            Una vez ubicados individualmente, y, después de habernos proporcionado un baño reparador, nos dispusimos a ir a dormir, entre chistes y peripecias vividas durante el viaje. Lo que ocurrió luego, por el solo hecho de prestarnos a ser obsecuentes imitadores del sueño, es algo de contar.
            Como toda educación está alentada por repetidas instancias de cortesía, la habitación quedó a oscuras y en absoluto silencio, en su momento más favorable.

AUTOBÚS ACUÁTICO
            Pasó un tiempo; digamos que una hora. Yo no había podido conciliar el sueño, de ninguna manera; y ya la cama me estaba quedando grande. Por lo que sigilosamente opté por agarrar de la mesita de noche la revista Selecciones readers digest, que había traído conmigo, y me puse a leer un rato largo en el baño, cuánta cosa me interesaba, hasta que cansado de la posición incómoda que había tomado como única alternativa, decidí regresar a la cama, de la misma forma que lo hice a la entrada, cuidándome de no hacer ruido.
            Ni bien había avanzado unos pasos, cuando escuché la voz de Loloy preguntándome si me pasaba algo.
            Le dije entonces -todavía en voz baja-, que no, que estaba bien; pero que no podía dormir. A lo que en seguida repuso, saltando de la cama y casi gritando, que él estaba pasando por el mismo momento crítico de no poder dormir. Y, Roberto, por su parte, que hasta entonces había permanecido también despierto, pero callado, encendió la luz sin vacilación alguna, diciendo: “Qué esperamos; vamos a conocer la vida nocturna de Ámsterdam.” El reloj marcaba la 2:30 de la madrugada.   
            Sobre éstas y otras experiencias relacionadas con el cambio del Huso horario, como factor cronológico desencadenante de esta clase de problemas, se ha hablado mucho. La nuestra ya está contada.        
            Pues bien; a esa hora de la madrugada salimos a la calle sin rumbo fijo ni la menor precaución, pero con el doble propósito de matar el tiempo, y de coincidir o establecer conexión intuitiva, sin palabras, con una cultura diferente, y hábitos e idioma diferentes. La gente andaba de un lado a otro, como loca, mirando objetos de arte, productos naturales, maniquíes elegantemente combinados, o artículos de comercio licencioso, expuestos a la vista del público en vitrinas o escaparates con puertas de cristales de alta calidad. 

PLAZA DAM (ÁMSTERDAM)
            Una suave brisa de otoño rondaba entre ilusiones y nostalgias; hojas secas e intranquilas, roce de mejillas, manos juntas. Todo un linaje de emociones, fingimientos, rubíes y amatistas; música estridente y ruido de carnaval.
            De pronto hallamos sentado en el piso -al lado de la estatua que adorna la céntrica plaza Dam-, a un simpático y alegre enanito ocupado en deslumbrar al público que le rodeaba, pasando con destreza y habilidad de un lado a otro (con la precaria ayuda de sus pies y manos), una pelota de fútbol, abigarrada de colores muy mal combinados, a la vista.
            Pero el chiste comienza en realidad, cuando Loloy ve que el enano de la plaza tiene una cesta de mimbre a su lado derecho, donde la gente le iba tirando monedas, en su mayoría guldens o florines holandeses (para la época); pues el euro entraría en vigencia posteriormente. Es decir, a partir del 1º de enero de 1999.
            Entonces, colmado como siempre de un fresco humor criollo, y, a manera de guasa, le dice a su padre-: papi, tú tienes en la cartera un billete de cinco bolívares, ¿verdad? Creo que no sería malo si se lo echaras a la cesta del enano, como un suvenir de nuestra visita a su país.
            Por un momento Roberto se mostró un poco reticente ante tal invitación, por pensar que el valor nominal tan bajo de ese billete, podía causar un efecto contrario al espíritu de aquel espectáculo. Pero, sacado de esas impresiones por Loloy, terminó –mezclando nostalgias y travesuras de su infancia-, por echar el billete en el cesto.
            Igual que las cosas poseen maneras diferentes de presentarse, esta vez, y sobre todo inusual, el cuerpo casi esférico del enanito se irguió, inclinando a intervalos repetidos la cabeza, y coreando en voz alta un thank you very much,
Thank you very much; acaso para que el público emulara el gesto altruista de Roberto, de poner el único papel moneda en el cesto.
            Aquí cabe poner en buen orden, como una paradoja final, aquella frase lapidaria que dice: El mal no está en las cosas sino en las apariencias; incluyendo la tremenda decepción que pudo llevarse el susodicho personaje, al querer hacer efectivo en una casa de cambio aquel flamante billete.

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