Parte del juicio crítico que Tito
Balza Santaella encausa con vista al poemario “Las huestes del sosiego”; pero
que dado el caso de que el poema “Dheil”
no figura en ese libro (poema al que quiere dar énfasis o fuerza de expresión),
lo extrapola como un complemento de sus apuntes, según la siguiente fórmula
literaria:
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Por
lo ya dicho -dice Tito Balza Santaella-, el poemario, que es expresión de amor
hacia las cosas, los amigos, la tierra, el país y la vida, no tiene espacio
para el amor carnal,
menos para el erotismo.
Pero fuera de este
poemario, en las páginas amarillentas de un viejo periodiquito provinciano, que
las manos devotas de Olga, la fiel compañera inseparable del poeta, han
conservado, leí una vez un soneto de ternura y emoción dedicado a ella.
Y después, hace algún
tiempo, tuve la fortuna de leer una joya lírica, suerte de elaboración
imaginaria y del corazón, seguramente, salida de los manantiales del espíritu.
Se trata de Dheil, un poema que tiene derecho propio para figurar entre las
grandes creaciones de la lírica nacional. La excusa es Dheil, la diosa del
aliento femenino, cantada por William Makepeace Thackeray en su novela La Feria de las Vanidades. Sobre él
escribió nuestro fraterno Roberto Jiménez Maggiolo un bello artículo en
Panorama, con el sugestivo título el
hombre que quería robar un poema. A él los remito. Es muy cierto, Dheil es
el poema que todo poeta del amor desearía haber escrito, con alguna delicada
rima becqueriana, como el poema Veinte
o Me gustas cuando callas de Pablo
Neruda, Estar enamorados, de Francisco Luis Bernárdez, La balada de Hans y Jenny, de Aquiles Nazoa o Silvia, de nuestro querido Hesnor Rivera.
Es
un poema de verso libre y abierto. Hecho de sueños y deseos, de ternura y
espera, anhelos y temores, amor y desamor, entrega y presentimientos de
abandono. De nuevo el tiempo y la conciencia de la propia edad son los mayores
motivos de temor:
¡Cómo te extraño, amor, cómo te espero!
A lo largo del tren donde tus alas
tienden irresistibles a ese azul
que siente el ave entre el alba y la
noche
El amante, amarrado por su tiempo y
por sus circunstancias, es un sediento que espera. Todo en el poema es
jeroglífico y simbólico. Las circunstancias matan la franqueza de las palabras,
pero el discurso vive, cobijado entre imágenes y símbolos: el tren es la vida, el transcurso vital; el azul, las inmensas posibilidades y atractivos que en su loco
afán cree servidos y a disposición de la amada, que es el ave; él es la noche; los
demás, el alba.
La amada es poetizada e
identificada con las más delicadas, etéreas imágenes: ola, estela, golondrina de horizontes, todas sutiles y huidizas,
inasibles, presentidas con vocación de escape y abandono, habitadora como ella
es de océanos, pórticos, mares y playas, pródigos en llenar sus manos –sólo eso-, de mareas y peces y gaviotas.
Presente y cercano, es,
el trinar de tu risa. El jardín de
tus rosas.
Lo temido y deseado.
Pocas veces en la lírica nacional, lo
erótico se ha disimulado con mayor delicadeza. Y pocas veces, el secreto amor
de seres que no son libres, ha sido planteado con más dolorosa emoción:
Este sueño que el mar une y separa.
Y en otra estrofa:
Lo que puede ser todo, aún por
momentos,
un instante cualquiera, ya no es
nada.
Esto determina lo trágico. Cada paso del tiempo anuncia la pérdida, la
lejanía, lo inevitable.
¡Y cada poco de bruma más ajena
Y más adelante:
Distante como ayer, hoy y mañana,
déjame pensar en ti, algo que es mío,
aun cuando tú no lo hagas, porque es
tuyo.
Así discurre el poema
formado por voces entrecortadas ante el temor de la partida, de la desaparición
definitiva, del abandono. Y esta fragilidad que el tiempo y las circunstancias
imponen, busca anclaje y sólo lo halla en la libertad de la memoria, en el recuerdo
que es la fuerza de la voluntad reminiscente.
Y, si las
flores pierden sus raíces;
o acaso sin
saberlo, ya te has ido,
tú nada has
de cambiar en mi memoria.
Mas, llenaré
de recuerdos, los más dulces,
esta
ausencia tuya, de olas y de alas,
para no
hacer más triste mi desierto.
Tito Balza Santaella