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jueves, 1 de marzo de 2012

UNA GAVIOTA LLAMADA GABI


UNA GAVIOTA LLAMADA GABI
Manuel Martínez Acuña
                Salimos a tomar el mundo de la nada. Sin otras miras que las de disfrutar de un poco de sol y agua marinos, y alejarnos un buen rato del tráfago de una ciudad como la de Maracaibo; muy lejos ya de ser apacible, sosegada y tranquila, como lo era todavía hace apenas unos cincuenta años atrás.                                                                         Serían aproximadamente las diez de la mañana del día jueves 9 de febrero, cuando tomamos el camino del Supí; un acogedor pueblito al norte de Adícora, Península de Paraguaná, estado Falcón, donde el despuntar de cada luna llena, es una fuente de poesía; la sonrisa de una aurora austral; péndulo celeste de venas y mareas. Aleluya de Händel. 
                                                                    PLAYA DE EL SUPÍ
               
            Sus aguas son en extremo calmadas y templadas, a causa de una barrera de arrecifes coralinos que las protege. Y su bahía, de unos 350 metros de ancho, es la favorita para las familias que hacen turismo con niños pequeños; pues es de muy poco oleaje. A diferencia de las vecinas playas de Adícora, que son de un impetuoso oleaje; más propicias para la práctica del deporte de velas y otras recreaciones, tales como el kitesurf y el windsurf.
            Cumplido ya -a la media tarde-, el viaje de unas cuatro horas de carretera, nos acercamos al punto de llegada. Vale decir, llegamos a la casa que previamente habíamos alquilado al voleo, cuya fachada de galpón, o mejor dicho, parecida a un viejo garaje, nos hizo recordar en seguida el cuadro irónico-humorístico que una vez hizo el gran pintor español, Oscar Domínguez, de la Venus de Milo, con un violín colgado del cuello; pues aquel exterior contrastaba totalmente con las razonables comodidades que ofrecía su interior; entre ellas, el estar situada a orillas del mar. Cualidades éstas que a la postre bastaron, para despejar las dudas y quedarnos.
            Así las cosas; y, con el ánimo dispuesto a hacer positivo el breve alto a la rutina habitual, esa misma tarde nos dirigimos hasta el restaurante “YAYO” que estaba a tan solo una cuadra de nuestro “galpón”, con el fin de hacer la primera comida fuerte del día con pescado fresco del lugar; y echar un ligero vistazo a los cambiantes matices montados -de una manera prodigiosa- desde las rompientes coralinas, que a distancia libraban un espectáculo único con el fuerte batir de las olas que allí se fraccionan. Y, desde donde el poder de la belleza hace olvidar la monotonía que a veces aparece en las tantas revueltas que da el espíritu.
            Y, como cada elemento de la naturaleza es único y diferente, así fue único y diferente el acontecimiento (no tanto por lo visto como por lo imprevisto) de una gaviota que, separada de su parvada por un momento, fue a comer carne de pollo, de la mano del dueño del restaurante, cuyo nombre no recuerdo.
            No podíamos creerlo. Pero lo más sorprendente de todo fue el hecho de que, según el posadero, esa gaviota -que él llamaba Gabi-, había vuelto precisamente esa tarde, después de haber estado ausente del lugar, durante más de dos meses. 
 
                                                       LA GAVIOTA GABI
         
               Ahora bien; si esa versión del suceso es real, sería menester deducir entonces que, en efecto, se trataba de algo muy extraño a la naturaleza animal.
            En primer lugar, porque es una especie de ave que, a pesar de ser de alguna manera confiada y, seguir al hombre, es poco dada también a una domesticidad cualquiera. Y, en segundo, porque habitualmente no se aventura muy lejos de tierra, ni se presta tan fácil desde su medio ambiente, a ser manoseada.
            Si bien no estamos en condiciones de afirmar ni negar nada, al respecto; al menos podemos leer entrelíneas que, tal situación, podría haber estado marcada por uno de esos episodios vivos y absolutos de la siempre magnánima naturaleza, encaminados a fijar los términos o providencias que en este caso de la gaviota, tuvieran que ver por ejemplo, con la estación de reproducción y posterior período de incubación de 2 o 3 huevos, que es de 20 a 30 días. Y, con el cuidado y alimentación de los polluelos que echan plumas entre cuatro y seis semanas después de nacer.
            En ese orden; o, si en realidad fue éste el inefable arquetipo del que fuera objeto la gaviota Gabi, habría que llegar a creer entonces en un paraíso secreto, en donde a la misión del instinto animal, le suman acaso latencias de  inteligencia, propias del humano.  
            Vuelta la página; Y, apenas rayando el sol de la mañana siguiente, Eddie José, siempre circunspecto en acciones y palabras; y, alternando entre el arreglo personal y el chiste oportuno y festivo, toma posesión de la cocina, desde donde se pone a inventar ademanes territoriales, con muy poca intención de ocultar su enaltecida fama de saber hacer de la arepa, un arte, entre conjuros de lógica, física y metafísica, practicados tras el cortejo y amase del maíz, y del calor escalonado de la sartén.
            Pues bien; como todas las cosas materiales tienen su tercera dimensión, no fue necesario valerse de nada abstracto a la hora del desayuno, para hallar en las arepas de Eddie José, lo inesperado. Es decir, su histórica y evidente exquisitez.
            La otra cosa; o mejor dicho, al llegar al otro desayuno, Lorena Josefina se adelantó a reivindicar, por su parte, su manera personal de cocinar; y, con la rapidez que le es característica, terminó por poner sobre la mesa sendos emparedados que, por su tamaño y exótico sabor, parecían más bien ser hamburguesas hechas para el tratado de libre comercio (T.L.C.). Y, Olga, que no escatima apetitos, fue la encargada de hacer la exégesis o interpretación de las bondades del emparedado, con una caída y mesa limpia, como dice el conocido refrán.

                                                                  MANUEL Y OLGA
           
                 Pero, antes de todo esto; o sea, el segundo día de ronda -que casi lo olvidaba-, estuvimos de compras en el Bodegón SIGO S.A. del C.C. “Las Virtudes”, de Punto Fijo. (De shopping, como dicen con sus vocablos en inglés los prestamistas lingüístico).
            Allí, en el estacionamiento comercial; una ecuación del tiempo oportuna y chistosa, nos indujo de pronto (prevalidos de la franquicia que concede la tercera edad, y, de una rodillera testimonial que yo cargaba puesta), a estacionar la camioneta en el sitio destinado a las personas discapacitadas, justo en frente de la tienda.
            Y, decimos chistosa porque, cuando volvimos al sitio, el vigilante, percatado del volumen de la compra, exclamó con vehemencia (acaso para expresar la viveza del efecto): “coño, son viejos, pero cómo beben.”
            Así y todo; por fin llegamos de regreso al “galpón” a zambullirnos en el agua salada, verdeazul, agradable y estimulante. Un reencuentro para avivar nuestro tono de vida. Pero, lastimosamente, todo lo bello y lo ingenuo de esa bahía de El Supí, contrasta con el desarraigo, la basura que cubre casi toda la playa. Muestra inequívoca de la desidia de su gente, del irrespeto por la naturaleza, y de la incapacidad de las autoridades municipales y estatales, a quienes concierne ocuparse del servicio público y, de la protección del medio ambiente.
            Y, finalmente; o, para no dejar afuera algo que ocurría cada vez que Eddie José salía del agua, contemos que, habiendo echado al olvido meter en su equipaje una toalla de baño, no sé cómo, pero se valió todo el tiempo de un pañito de mano, con jactancias de gamuza, para secarse de pies a cabeza, sin perder ni un solo momento el sentido del humor. Quizá pensando en que la mayor nobleza del hombre está, en saber vivir la forma adulta del niño.  

1 comentario:

Iván Salazar Said dijo...

Manuel, Muy curiosa la narración sobre la gaviota. Igualmente en tu contar sobre tu viaje al Supí, lo transportas a uno al lugar, y aunque lamentablemente toda esa zona playera está descuidada y uno se lleva muchas decepciones, en tu narración haces del paseo una maravilla.
Soy asiduo visitante de esas playas porque mi cuñado tiene un casa en el caserío El Hato, que queda a dos kilometros de Adicora, pero el ambiente es muy agradable: mucha brisa de mar, paz, tranquilidad y en la mañana los despiertan a uno los cantos de los turpiales, chuchubes (paraulatas) y cardenalitos. Como a las diez de la mañana, bajamos a la playa (más que todo a la de Buchuaco), nos bañamos como hasta las cuatro, recojemos todo y nos trasladamos al caño para disfrutar del paisaje, observar la llegada de los rosados flamencos y las rojas corocoras. De ahí nos trasladamos a la casa que es una frescura cuando baja el sol y dejamos atrás el alboroto de los playeros y de la música escandalosa que te obligan a oir. Por las noches, nos divertimos oyendo música y tomandonos unos tragos. Las mujeres juegan cartas y los hombres dominó. Finalmente, preparamos una parrilla, comemos... y a dormir se ha dicho.

Me dejó impresionado lo de la gaviota, pero es muy cierto que lo animales son muy costumbristas, no se olvidan de quien alguna vez les da la mano. En una oportunidad, unos muchachos tumbaron un nido de paraulatas con dos pichones. Con mi insistencia logré que me regalaran uno de los pichones. Me lo llevé a la casa y le improvisé un nido. Lo alimentaba con leche calentita y pan, pulpa de frutas y alguna que otra vez le hacia una especie de puré con los gusanitos de las nacientes abejas u otros insectos. NO se si era macho o hembra pero yo le puse el nombre de Linda. Poco a poco fue creciendo en el ambiente familiar sin tenerla presa. La jaula solamente era para que pasara la noche. Con el tiempo, Linda empezó a volar y quizo conocer nuevos horizontes. Salía de mi casa y volaba a los arboles del patio pero siempre regresaba cuando yo la llamaba por su nombre y con un silbido especial que captaba al instante. Por las tardes, a la caida del sol ella buscaba su jaula. Algunas veces se alejaba un poco más de su acostumbrado ambiente y se tardaba en llegar. Yo me preocupaba, pero al llamarla al poco tiempo aparecía. Un día domingo, llegado el ocaso, ella se metió en su jaula, pero como en mi casa había una pequeña reunión familiar a mi se me olvidó cerrarle la puerta. En la mañana me encontré con la triste escena de ver apenas sus plumas ensangrentadas. Un maldito gato se la comió. Yo adoro a los animales, pero desde ese entonces odio los gatos.
Linda era un pajarito especial. Aunque no me lo creas, ella se aprendió algunos silbidos, que a manera de canto le enseñé. Cuando la llamaba para que se viniera a dormir, llegaba al patio. Lentamente y de rama en rama, bajaba de los arboles, y finalmente se posaba sobre mi hombro o mi brazo.
Fue una mascota muy especial... nunca la olvidaré.



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Date: Sun, 4 Mar 2012 16:30:49 -0430
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