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uán rápido sucedió todo esto a la vuelta del tiempo. Sin embargo, como muchas
de las cosas de nuestra vida suelen quedar reducidas a un valor meramente circunstancial,
me entregué entonces al vuelo de la imaginación, convencido de que son pocas
las cosas que no se rijan por algún prurito religioso, capaz de interferir en
el ámbito de las relaciones sociales.
Por eso, al mirar hacia
atrás; hacia mi larga travesía de hombre formado de muchos tropiezos con la
vida, no me queda otra cosa que hacer bromas de lo que en bueno o mal sentido
se entienda por milagro, aquello de que una simple ceremonia religiosa pueda enderezar
entuertos elitistas de una manera tan fácil. Es decir, hacer cambiar de la
noche a la mañana la actitud de una colectividad.
No lo sé; pero volviendo
al lugar de mis precarias hipótesis referidas a mi buena suerte en el trabajo (en
un terreno tan movedizo como el de la política), debo agregar que, conversando una
vez en el pasillo de la prefectura con mi maestro y amigo el doctor Ollarves
Colón, acerca de la nueva Ley de Reforma Agraria recién creada por el gran demócrata
venezolano, general Isaías Medina Angarita, ocurrió algo revelador que iba a descorrer
el extraño velo de mi buena suerte. Vale decir, lo que en realidad pasaba con
el automatismo de mis ascensos.
Pues bien, veamos. Todo sucedió sin que a la larga se
comprendiera el hecho, de que fuera el propio presidente del estado en persona,
don Benito Roncajolo, el que concediera tanta importancia a un muchacho escaso
de medios, anónimo y sin currículo, de apenas veinte años, actuando de
incógnito como lo hizo, de ir hasta una remota Jefatura Civil, sin ceremonias ni
etiquetas; tan sólo para preguntarme si quería un cambio para la Jefatura de
Cabimas, con mejor perspectiva.
Antes, había sacado un papelito de uno de los
bolsillos de su inseparable liquilique color caqui, con mi nombre anotado. Era entonces sábado,
día de la semana en la que don Benito acostumbraba ir a su hacienda El Curarire,
ubicada un poco después de El
Carmelo.
El cambio ahora me llevaba
hasta el cargo de secretario del Jefe Civil de Cabimas, quien para entonces lo
ejercía don Simón Basabe León. Desde luego, se trataba esta vez de una posición
de mayor rango, tres escribientes ayudantes y, una amplia y bien equipada
oficina. Todo debido a la importancia poblacional
e industrial de ese Municipio.
Recuerdo muy bien -haciéndome
muchas preguntas a la vez-, que al paso de los dos últimos años, y, de continuas
pujas y escarceos políticos, la inestabilidad del gobierno cundió en la oficina.
Pues, en aquella interinidad, ocuparon ese cargo de jefe civil, en orden
cronológico, Antonio José Pardi; Ángel Eduardo Perozo; Roberto Soto Méndez; y,
un poeta de Los Puertos, cuyo nombre no recuerdo bien, pero creo que era de
apellido Padrón.
Mas, como la forma objetiva suele ser -contrariamente
a lo que se cree-, la más subjetiva de todas, no puedo sino decir por tanto, que,
inusualmente fui confirmado en el cargo de secretario, tantas veces como
cambios de jefe civiles se produjeron en ese tiempo.
Hasta que un día doce de enero de 1945, fecha en la
que los soviéticos liberaron Polonia y Hungría, y, a un año de la finalización
de la segunda guerra mundial, (tras el holocausto de Hiroshima 6-8-45 y,
Nagasaki 9-8-45), presenté mi formal renuncia de secretario de la Jefatura
Civil de Cabimas, para incorporarme de inmediato a la nómina de empleados de la
compañía Creole Petroleum Corporation, cuyo jefe de relaciones públicas, (no
recuerdo bien si de apellido Jimeno o Toledo), había recomendado mi admisión; resultado
de una diaria comunicación oficial
existente entre la jefatura y las compañías petroleras.
Así quedaron marcados
mis primeros pasos en la puja por la vida, donde se suele invertir el tiempo,
el sentido de la existencia, bajo la condición bíblica de, ganarse el pan con el sudor de la frente.
Ahora, continuando
con la otra parte del relato, cabe resaltar que, nueve meses después de mi feliz renuncia, ocurrió lo que al final sería la infausta “revolución”
de octubre, del 45, que no sólo dio al traste con la naciente democracia impulsada
por el general Isaías Medina Angarita, sino que desató una espantosa cacería de
brujas al servicio de la nueva filosofía política, que pretendió justificarla a
como diera lugar, entre torturas, desapariciones y asesinatos, que, como suele
suceder, se perpetran en nombre de la justicia.
Y, cuando hablo de feliz renuncia, es porque sin dudas yo pude ser otro
de los alcanzados por la borrasca. Pues, además de haber sido un funcionario
público entonces, hube de participar también en la fundación del tabloide El Obrero, y, ejercido la función de jefe de redacción. Cuya
línea editorial obraba en razón de los ideales fundamentales del Partido
Democrático Venezolano (P.D.V.), portavoz
del gobierno de Medina.
A todo esto; o retomando
el tema de mis continuos ascensos, desde mi inicio como escribiente, debo
aclarar -aspirando a que nada de esta historia pase a más-, que todo ese asunto
sobrevino, sin que yo tuviese cartas al descubierto en esa mesa.
Pues bien; tanto como son
para el pintor los colores de su paleta, o la flor para el jardinero, así era
el afecto personal y los lazos de amistad que unían a don Benito y a don
Antonio Periche Acuña, el primo mayor de la familia. Ambos acostumbraban a salir
y cazar juntos, y eso naturalmente lo explicaba todo. Quiero decir, revelaba los
alcances que podía tener una buena y continua relación entre ambos amigos.
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