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sí, traídas de
viejas páginas, y, mirando desde el otro lado del tiempo, las cosas, los
recuerdos y las meditaciones, han ido fijándose y amontonándose poco a poco,
hasta tender una red de relaciones, reflejos y conexiones con el pasado lejano,
cuya trama ha sido parte de mi vida y nuestro mundo circundante.
CENTRO MI HIJA MORAYMA Y DOS AMIGAS |
Era de
madrugada. Las cuatro y media de un 18 de diciembre del año 87, si mal no
recuerdo; cuando Julián, el caporal de la hacienda tocó a la puerta de mi
habitación, para informarme que ocho de las mejores vacas de ordeño no habían
regresado con el rebaño al corral, después del jardeo. Un acontecimiento completamente irregular, si se toma en cuenta
que la vaca es un animal muy sensible, y suele experimentar por tanto el natural
instinto de volver a reunirse con su becerro, en cuanto se lo permite el manejo
de explotación comercial al cual es sometida.
Pues
bien; en esa misma y siniestra noche, próxima a la navidad, unos infelices
forajidos habían matado esas ocho vacas,
descuartizándolas en un potrero vecino al amparo cómplice de la obscuridad, y,
acarreada su carne sanguinolenta en un camión volteo a algún sitio desconocido,
hasta donde pudimos conocer; dado que el jeep viejo de que dispuso la guardia
nacional para hacer el rastreo, nos dejó a medio camino de la ruta de sangre
que seguíamos. Por lo que tuvimos que regresar sin haber podido alcanzar a los
delincuentes de marras.
La gravedad de este incidente no
sólo nos afectó a todos anímica y económicamente, sino que hasta el mismo ritmo
aplicado a nuestros objetivos (ese arquetipo comercial de la productividad), se
trastornó todo. Puesto que hubo que retirar de la línea de ordeño a ocho vacas
nodriza, para amamantar hasta el destete a ocho becerros huérfanos, aparte de
los ocho propios que tenían que seguir alimentando.
Pero las
cosas no se quedaron ahí, a esa escala. Curiosamente, un año después; justo el
día 18 de ese mes de diciembre, volvieron por el pelo de la dehesa los abigeos
del 87. Los ladrones de ganado.
Recuerdo
que mi hijo Carlos Manuel y yo hablábamos de la posibilidad de extender el
sistema de riego hasta los frentes de la finca, con sus ecuaciones algebraicas de
ingeniero agrónomo, cuando en medio de gritos y vulgaridades y, a galope
tendido, llegó el jardeador a eso de las seis de la tarde, a informar, que se estaban llevando
todo el ganado. Eran noventa y una vacas y cuatro toros.
Mi hija Morayma |
Frente
a situaciones como ésta, siempre suele perderse la noción de la prudencia, pues
nada de lo que estaba pasando podía ser enfrentado con éxito por un solo hombre,
con una vieja escopeta, como lo hizo Carlos, al salir en su camioneta hacia la
parte de atrás de la hacienda, con la temeraria determinación de bloquear la
salida de los cuatreros; mientras yo iba a dar parte al comando de la Guardia
Nacional en Mene Grande.
Pero antes, desde Maracaibo y, adelantándose a
mis propias gestiones, mi hija Lorena, con la natural angustia que el caso ameritaba,
ya había puesto a la Guardia en conocimiento de los hechos; por cuanto Carlos le
había anticipado la noticia a través de una radio de onda corta, de 40 metros
de frecuencia, que teníamos en la hacienda. Vale decir, que su coraje no la
hizo aflojar ante esa clase de problema.
No sé si puedo decir que aquella
situación era el comienzo de mi desaliento, para no seguir avanzando en mi
proyecto, que hasta entonces seguía
creyendo en él. Por lo que me puse a la espera de que la intuición me guiara.
Pues bien; en medio de esas
tensiones, y de una oscuridad fantasmal, salí con un sargento y tres guardias
armados, a ver lo que pasaba. La lluvia había mojado el terreno de tal forma,
que caminar a campo traviesa no era nada fácil, después de todo cargando con
unas pesadas botas de gomo corridas hasta las rodillas.
La estrategia trazada por el
sargento fue de estricto corte militar. Es decir, silencio absoluto, no
encender linternas, fósforos, ni fumar, ni nada que denunciara la presencia
nuestra; y, abrir algo más que los ojos y los oídos, a cualquier señal de los bandidos.
Pues, un oído tan ejercitado como el de esa clase de delincuentes, es capaz de
oír hasta la respiración de un hombre oculto a la vista, y ver también en la
oscuridad como los gatos.
Era un poca más de la una de la
madrugada (después de tanto caminar), cuando vi que uno de los guardias,
señalando con la mano y susurrando con cierta agitación nerviosa, le informaba
al oficial de la presencia de uno de los forajidos, empantanado en una charca
al borde de una champa.
Como si la energía desprendida de las
gesticulaciones del guardia, tuviesen la fuerza de un conjuro, todos corrimos
hacia el lugar señalado, para echar de ver que no se escapara el sujeto; y, al
momento, un sórdido y lúgubre gemido cundió en la espesura de la noche, cuando
el tipo sintió en el pecho las fuertes manos del sargento, quien con la acción
lo conminaba a tirarse al suelo.
A esto siguió, lo que menos hubiera
deseado presenciar. Pues en esa pesada noche, luego de un prolongado y desigual
forcejeo, pude ver conmovido y perturbado, cómo el sargento golpeaba a aquel
hombre, ya esposado, sin la menor compasión. Sólo alcancé a decirle, entonces,
que ya estaba bueno.
Y, por supuesto, después de ese
lamentable espectáculo, se dio lo que a consecuencia de la tortura se esperaba.
Vale decir, el prisionero confesaba los pormenores del repulsivo plan que había,
de llevarse todo el ganado en cuatro gandolas, y delataba a los otros seis compinches
que lograron escapar; designando con nombres, apellidos, apodos y, la dirección
de sus guaridas, a los delincuentes. Circunstancia que finalmente condujo a que
todos los bandidos fueran encarcelados.
A todo esto; y cuando ya todo
parecía estar bien encaminado, apareció una luz siniestra tras unas pisadas de
cascos de caballo, que insistentemente avanzaba hacia nosotros, denunciando la
posible presencia de otro forajido más en la escena. Por lo que todos nos
pusimos sobre aviso.
Como la incertidumbre hacía cada vez
más prolongada la espera, es de imaginar cuán grande era mi angustia; sobre
todo al momento de oír rastrillar las armas, tomando posición de disparar.
Entonces, sin estar muy convencido
de que aquella luz y aquellas pisadas de caballo, tuvieran necesariamente algo
que ver con otro u otros de la banda de ladrones, me acerqué muy nervioso al
oído del sargento para advertirle, que mi hijo Carlos y Julián, el caporal, andaban
recorriendo el lugar; y que por lo tanto no fueran a disparar a matar, pues se
corría el riesgo de que ocurriera una tragedia peor, después de todo.
El silencio de la noche sólo era
interrumpido por el croar de los sapos, y, el tétrico ulular del búho y el viento,
a esa hora de la madrugada. Lo bastante como para predisponer mi ánimo a lo
peor. A la vista de un accidente que de fijo –pensaba- nadie podría prever sus
consecuencias.
Ni bien habían transcurrido unos
diez o quince segundos de mi advertencia, cuando comenzaron a vomitar fuego las
ametralladoras, en medio de un ruido atronador. Mi preocupación era tanta, que
ni siquiera atendí al llamado del sargento a que me tirara al suelo. Y, mi
desesperación fue mayor, al dar crédito a mis oídos, en cuanto escuché la voz
de Julián exclamando: ¡ay mi madre!
Por un momento creí horrorizado, que
los disparos le habían alcanzado, y que por lo tanto no sólo se habían cumplido
mis temores iniciales, sino que, a juzgar por la vehemencia del gemido, habíamos
llegado a cometer un error irreparable. A incurrir en un accidente tan
deplorable como aquel, de acabar con la vida de un fiel amigo.
Pero no; afortunadamente el sargento
que estaba al mando había actuado conforme a la ética profesional, impartiendo
la orden de disparar al aire, a conciencia de su deber primario como es el acato
a las normas legales.
Aún no sé qué sentido de trascendencia
darle, a aquel clamor de ¡ay mi madre! al que Julián recurrió al momento de los
disparos; si sería porque el caballo se le encabritó a consecuencia del ruido
de los fogonazos, o porque se sintió aflojar ante semejante situación.
El caso es que, Julián, asumiendo el
riesgo de las circunstancias, vino a avisarme, como encargado responsable, que
ya todo el ganado estaba a salvo, y de vuelta al corral. Es decir, vino a
traerme la tranquilidad que tanto necesitaba entonces. Y, a qué precio.
Años atrás los ladrones ya me habían
robado un auto Ford fairlane, frente a mi casa, una camioneta F-100 importada,
del garaje, con sólo 6 meses de uso; y, como si fuera poco, en una noche,
alrededor de 150 kilogramos de queso, con sus 14 cinchas o prensas y un tractor
y una carreta desvalijados.
Quiero decir con esto, que, los
malhechores los ha habido en todos los tiempos, desde mucho antes de Barrabás.
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