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domingo, 31 de julio de 2011

A la vuelta del Tiempo - Manuel Martinez Acuña - Parte 16


P
asaron los años, pero una y otra vez vuelve a mi memoria el tiempo que viví en los Puertos de Altagracia, donde acontecieron momentos importantes de mi vida. Donde nos conocimos con Olga, y murió mi madre y mi tía Isabel.

          En ese patio, a veces desentendido, y a veces melancólico, se forjaron las ideas esenciales que hasta ahora me han acompañado. Vuelve la famosa escuela fundada por José Paz González, que inició a hombres de ciencia y humanidad, como fue el caso de mi sobrino Isauro Rincón Martínez, gineco-obstetra graduado por la Universidad de Mérida, y, profesor de cátedra a su servicio, hasta el momento de su muerte.

       Cómo añoro aquel Círculo de estudios de la Parroquia, donde el pensamiento y la poesía abrían un cauce al deleite del espíritu, con Mariano Parra León al frente. Igual que todo género literario o forma de arte, no puede menos que despertar cuánto sentimiento quiera darle la intranquila adolescencia. Esta carta de Monseñor Parra León, lo explicita sin duda mejor, por cuanto define en contexto lo que significó en realizaciones ese Círculo de Estudios de la Juventud Católica de Altagracia, para aquella afanada generación de Los Puertos.

       Y, se me aguan los ojos al recordar la tarde en que mi querido padre, ya devastado por los años, apacible y sereno, y con palabras que imponían una augusta autoridad, me dijo -cuando le participé que me iba a casar-, que esperaba que los rasgos morales que él había podido atesorar en su vida, tuvieran la fuerza y un mayor valor como herencia, que el regalo que me hacía de la neverita usada que apenas había podido comprar por cuatro lochas, para dármela como regalo de bodas. Que por cierto la conservé por largo tiempo.

       Después supe que esas cuatro monedas eran el producto o la ganancia obtenida de un quintico de lotería que le había salido premiado en eso días. Todavía me parece verlo afeitándose al trasluz del tinglado que daba a un patio interior de la casa, con una navaja, especie de cuchillo, cuya hoja podía doblarse sobre el mango, y guardarse entre las dos cachas, su filo. Era de las que antes se usaban para ese menester. Se le sacaba corte, frotándola contra una tira de cuero curtido, preparado para ese fin.
            Como puede verse, son meditaciones un tanto separadas unas de otras, y, a simple vista intrascendentes, pero todas ellas dispuestas a abrir un camino personal, un intersticio por donde sostener el ánimo aferrado a principios, que una vez puestos cada uno en su lugar, nos tienden resortes de eterna ejemplaridad.

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