El lápiz del escritor
Manuel Martínez
Acuña
Por más que el antiguo helenismo no
deje de influir de alguna manera en el mundo del escritor moderno, éste no
tiene por qué sujetar tampoco el avance de su lápiz, hacia una nueva era. Ni olvidarse
del vacío filosófico que a menudo ronda en cada nueva generación, reduciendo virtualmente
todo a una cómoda colección de objetos, similar a la filatelia.
No obstante, en cada ser humano habita
una canción anónima, que mueve a encontrarse con el duende maravilloso y fabril
de las artes.
Es
decir, el escritor puede llegar a ser una máquina destructora de vicios, y acabar
con la barbarie y los falsos positivos. Pero también puede generar espacios en
donde tiene lugar la alabanza y el elogio, el cabildeo y el mal oficio.
También
vale, por su poderosa vinculación con el desarrollo espiritual de los pueblos,
y los procesos del conocimiento. Vale por el brote que alienta en la tierra
destruida, y por el arco iris que pinta en la flor de los colibríes, en los
relatos, leyendas, cuentos y figuras literarias con que, entre mitos y
emociones del clasicismo, o cibernéticas de la modernidad, convoca a la lectura.
Bien
decía Cecilio Acosta del escritor (sobre todo del que toma su asiento al lado
de la prensa escrita), que, “un periódico escrito en una gran metrópoli, y bien
escrito, enfrena las olas de la agitación social o las dirige; forma las
tempestades para convertirlas en lluvias de ideas; levanta tribuna para la
opinión y tribunal para la queja. Y, en virtud de su poder y de sus relaciones
internacionales, es árbitro de la paz y de la guerra.”
Ese
pasado, porque tiene páginas, debe servir de contenido abierto. De sensibilidad
objetiva. De fuerza que fije la implantación formativa que toca al presente. Lo
que por supuesto no quiere decir que el escritor tenga por eso que correr las
cortinas a toda práctica novedosa. Que no se proponga demostrar un nuevo modo
de ver el mundo. Que no pueda dar un toque de fantasía a la realidad dominante.
O, en todo caso, que deje de reproducir el lenguaje rústico de la calle con el
que quiera teclear las pulsaciones del sentir moderno. Si el mundo que en cada
presente se muestra inconforme entre hombres y dioses, lo quiere ver como un
regreso a la imitación.
De ahí que el escritor de hoy, que en parte
está casi cercado por una cultura audiovisual de creciente contraposición al
libro, tendrá que preocuparse más por lograr nuevas sorpresas; desde su
filiación con el lenguaje arquetipo, hasta el sonsonete antibiótico de la
televisión. Para que del libro no salgan viejos cadáveres disfrazados de obra
maestra, de falsos héroes, o de viciadas santidades; todo reunido bajo el lápiz
del escritor.
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