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jueves, 26 de marzo de 2015

AVATARES DE UN MUSEO



AVATARES DE UNA CASA MUSEO
Manuel Martínez Acuña
         Por cuanto todo catálogo sobrevive a la exposición misma de libros, cuadros, objetos, personas, etc., no vamos a ocuparnos aquí de señalar las trescientas obras principales o partes específicas de ellas, con relación a su creador, Gabriel Bracho, ya suficientemente identificadas de acuerdo al reconocimiento nacional, continental y mundial que han obtenido, sino a hacer memoria de ese gran artista zuliano, y uno de los pintores venezolanos más universal y controvertido de su tiempo. Por tanto nos proponemos ir solamente a su Casa Museo, en Los Puertos de Altagracia, lugar donde su arte trasmite la luz refulgente que dejan los grandes maestros. Lugar del que será preciso hacer un doloroso comentario acerca de lo que la humedad y la brisa salina de el Lago –sumado a la carencia de recursos económicos que padece la Fundación Bracho-, está causando a las figuras y  escenarios del Mural: “Los Puertos y el Petróleo”, que entre otras importantes obras allí exhibidas al visitante, confiere un valor documental a la historia del arte y a la cultura venezolanos.
         Para que el lector tenga una idea aproximada de la magnitud de esta obra plasmada en la psicología colectiva del pueblo –si es que no la ha contemplado todavía-, sus medidas son: 120 mts.2 (abarca tres paredes). Técnica usada: esmaltes, acrílicos y anexos metálicos. Entre la síntesis temática según el autor, resaltan, el desplazamiento de las fuentes culturales a causa de la conquista; los "musiúes": (ingleses, yankys y holandeses cabalgando sobre la primera conquista. En el centro de la pared frontal, un hombre clama el regreso a la agricultura; mientras una guajira teje. En la pared final, el artista plantea una historia inversa de la “Batalla del Lago”, con Bolívar anunciando su regreso. Y, finalmente, Miranda vuelve a clavar la bandera en tierra venezolana. (Tomado del catálogo “Persistencia del Realismo”: Pequiven, filial de PDVSA, 1993). Por supuesto, estamos hablando del pintor Gabriel Oscar Bracho, nacido en Los Puertos en 1915, y fallecido en 1995.
         Mas; como si todo debiera ser motivo de controversia en torno suyo, como pintor desarrollado a partir de principios, ocurre que, tanto en vida como después de su muerte, el vaivén de las acciones que consideraba arbitrarias del poder neoliberal de la época, tras lo transitado del anticomunismo, y, posteriores cambios políticos culminados en el 98, pareciera reflejarse todo en contra de su indeclinable vocación de hombre de izquierda; interesado como estaba en la redención y el amor por  su país.
         Por supuesto; uno se niega a creer en la hipótesis -teniendo en cuenta las circunstancias anteriormente citadas, y la negligencia que circunda su obra- que se le esté aplicando un lobby retorcido a la Casa Museo de Altagracia, desde algún perfil equivocado. Al efecto, hay instituciones oficiales directamente obligadas a trabajar en la promoción del conocimiento y celo por el acervo cultural, y el acto creativo de los pueblos; entre las cuales el municipio representa la conciencia cívica doméstica, de donde parte en blanco y negro el mayor número de responsabilidades comprometidas con la sociedad. Sin embargo, afirmada ya esta razón, el problema no es hacer el fuego para iluminar la historia, sino el de construir una nueva historia para la Casa Museo, en la que el arte sea el sentido de la cosa en lugar de la cosa.
         Resalta pues en este mural (además de sus valores estéticos y humanos), una exhortación de conciencia propuesta a lo que resta de la herencia colonialista, y, a lo que ha sido la defensa del amerindio; ante los extrapolados intereses hegemónicos de los Estados Unidos de Norteamérica, polimerizados en el acrílico. Y, desde donde se proyecta un canto de identidad nacional que encuentra, en la mezcla de la cultura aborigen, negra y blanca, los rizomas de la exaltación y vitalidad del venezolano; más la afirmación de un compromiso social con el hombre de a pié, en su sobrado afán de humanidad.
         Una conversación con la fina escritora y poetisa Velia Bosh, su viuda,  sostenida una vez en el solariego santuario de arte del propio esclarecido pintor, forma parte de esta angustiosa preocupación que boga sobre el bajel de las sequedades y avatares de la Casa Museo de Los Puertos de Altagracia; cuyo formidable mural pareciera haber sido extrañado de la expresión artística conque allí se pondera los valores de la patria, los contrastes, la frescura de su colorido, y la distribución de luz y energía del relieve.
         Sería una pedagogía a la memoria; una labor sumamente útil a la historia cultural del Zulia, Venezuela y el mundo de la pintura, si algún integrante o cultor del arte, con alta sensibilidad estética, ensayara una restauración de los rasgos primarios de ese Museo, y, el mural que sobrevive en la Plaza de Miranda, a fin de buscar, una vez hecho esto, la forma de devolverle al pueblo mirandino su rango de villa culta, próximo como está el 25 de mayo, centenario de su natalicio. La pregunta es obvia entonces: ¿En quién repercute esta responsabilidad?
         Aquel que realiza una obra de arte, que luego es hundida en la sombra silente del olvido, debe sentirse despedazado ante el ideal del Templo que soñó levantar.  

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