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sí transcurrieron treinta
largos años de constante y dura actividad agropecuaria, durante la cual me hice
de la experiencia genérica o elemental necesarios, tras haber sentido, conocido
o presenciado todos y cada uno de los aspectos que gobiernan esa compleja, pero
gratificante tarea. Y, en ese largo trayecto existencial, igual pude contemplar
situaciones maravillosas y compartirlas
al unísono con mi familia y, amigos más cercanos. Pero también tuve que
enfrentar obstáculos casi insuperables; que a la postre me sirvieron a pesar de todo,
de una segunda formación. De receta útil. De una nueva universidad abierta.
Cuando
a principios del año 45 tomé la decisión de dejar algo que ya conocía de
antemano, por lo totalmente desconocido, recibí duras críticas de quienes al
momento pensaron, que mi futuro y superación integral estaba irremediablemente
condenado a la carrera política. Que era lo más especial a lo que yo podía
aspirar. Pero ellos pretendían ignorar -apretando un poco más las cosas-, lo que yo juzgaba de la política. Que a decir
de Voltaire, es el arte de mentir a propósito. De mi absoluto desagrado.
Aquellas advertencias
no sólo me mantuvieron siempre sin cuidado alguno, sino que muy pronto fueron
burladas por las horcas caudinas de la revolución de octubre de ese mismo año,
liderada por Rómulo Betancourt y Marcos Pérez Jiménez, que barrió con todos los
políticos que en ese momento cerraban filas con el gran demócrata Isaías Medina
Angarita, hasta el último servidor público; entre los cuales habría estado yo,
si no me hubiese escapado a tiempo.
Las Huestes del Sosiego |
Yo
nunca me he considerado un escritor logrado, pues lo demuestra el hecho de que apenas
se han salvado del cesto y de las llamas, algunos cuentos y chistes, y, algunas conferencias, como Cecilio Acosta y el poder moral, 1981. Ensayos, como la Fundación de Maracaibo, 1996. U obras
como el poemario Las huestes del
sosiego, 1983, y, la novela “Baúles de
monasterio”, 2009. (Ilustrados en recuadros y viñetas).
Mas, al mirar hacia
atrás, no puedo dejar de recordar cuánto no le debo a aquel gran escritor e
historiador, Adolfo Romero Luengo, con quien compartí inquietudes literarias,
crítica de arte, y hasta reconcomios metafísicos y éticos de continuo. Un
hombre lleno de amor y de pasión por lo que luchaba. Por su manera de creer en Dios. Vivía un
idealismo casi desesperado. Entre muchas otras cosas, se ocupó hasta de
enseñarme a leer el Quijote. A encontrar en su locura, lo que ha sido normal en
la humanidad. A hallar en los molinos harineros de Criptana, el sentido de las
cosas. A él debo pues, mi primer acercamiento a los grandes autores.
Conferencia |
Hubo
veces en las que me dictaba cartas y algunos documentos, con el doble propósito
de que aprendiera redacción y a soltarme en la escritura. Y, porque también de
paso, su caligrafía era casi ilegible.
Un
día de tantos, y, meciéndose en su hamaca de dormir, me extendió la mano
provista de un lápiz y un papel, para que yo escribiera el dictado de una carta
de amor, que él aspiraba hacerle llegar a una quinceañera a quien pretendía de
amores; sin que en ningún momento me diera una idea de quién era ella.
Mi intención desde luego fue, poner todo el empeño posible,
para que la carta quedara impecablemente escrita, y, sin ningún error
ortográfico; sin percatarme de que yo le estaba sirviendo de alcahuete en aquellas
circunstancias, a mi propia hermana Alicia. Y, al mismo tiempo de arlequín, a
catorce de mis futuros sobrinos. Así fui tomándole más y
más cariño a los libros. A ser testigo o mártir de los embates a los que se expone todo
diletante de la literatura.
Digo la verdad cuando afirmo que, mis
limitaciones formativas no han sido pocas, debido a mis carencias académicas;
pero en cambio ha sido mucha la búsqueda apasionada que he seguido, repasando tramo
a tramo la larga travesía del conocimiento.
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