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omo queda dicho; mi
trabajo en la compañía comenzó en enero del 45, cuando casi llegaba a su fin la
segunda guerra mundial, que había estallado el 1º de septiembre de 1939.
Habían pasado ya más de veintidós
años de eso, cuando sentí la viva necesidad de cambiar de trabajo y, de forma
de vida. Esto debió conducirme desde luego, a considerar con cierto desapego mi
permanencia o no en la compañía, o a
tomar la eventual decisión de renunciar a mi puesto de auditor interno y de
atestación, de entonces; y, no tener que esperar trece años más en pos de una
jubilación.
Poco tengo que contar de esta larga
experiencia, excepto el ataviado expediente del que se valía la empresa para deslumbrarnos
con su estudiada manera de alinearnos al establishment.
Un día con su dinámico amonede sus ideas, en la oficina, y otro
día con su canción noche de paz, en el Club.
Toda una historia adormecida en los criterios hegemónicos de seguridad,
productividad y rentabilidad, emanados de la Standard Oil Company, por una
parte, y de la Dutch Shell Group, por la otra.
Pero, para entonces, yo había dado ya
importantes pasos en firme, encaminados al fomento y cultivo de una porción de tierra
que al efecto había adquirido. Algo fundamental de qué vivir y afirmara el
bienestar y la educación de mis cinco hijos, que Olga a buena hora me había
dado.
Fue así como puse todos
los medios necesarios a mí alcance, para iniciarme en esa cadena de actividades agrarias, a
sabiendas de que esa faena dependía de diversos y aleatorios factores, muy requeridos
de una dirección técnica y financiera de cuidado.
Fue así como llegué a ponerme
en contacto directo con la naturaleza y, sus muchos puntos de referencia, a que
tanto había aspirado; como una manera de encontrarme a mí mismo. En esa estación
serena en que la vida se refracta o se levanta sobre su realidad vital, con sus
ventanas y cortinas.
Poco a poco van
viniendo luego las cercas, los pastos, el pie de cría, el rancho o casa,
maquinaria, vaquera, etc. Un amigo mío, el entonces gerente del antiguo Banco
de Maracaibo, Mime Ferrer, ya fallecido, me facilitó a crédito ese pie de cría,
traspasándome 50 novillas cebuinas ya entoradas, próximas
a parir.
Aun cuando las cosas suelen
siempre hacerse cada vez más viejas, y, por supuesto, tienden a alejarse más de
nuestra memoria, todavía conservo a igual distancia, casi como ayer, el momento
feliz y de frescor, por el que pasé, en tanto comenzaron a producir becerros esas
vaquillas.
Conviene resaltar aquí
que, era el monte, la empresa rural, la que más relación guardaba con mis proyectos
futuros. Era lo de mis mayores propósitos. Lo primario en el orden del tiempo.
Un sentimiento acaso parecido a la fase
antigua del romanticismo, pero que en mí ánimo llegó a contener una belleza
refleja. La emoción íntima de las cosas esenciales al espíritu.
Así, pues; a partir de entonces, me dediqué a tiempo
completo a esa –para mí- excitante actividad agropecuaria. Me hice, de primer
momento, de dos buenos toros pardo suizos y uno holstein, a fin de ir
bajando la carga genética del cebú, de baja producción lechera, por la de esas
dos razas, de alto rendimiento.
Pronto los resultados asomaron
resueltos a favorecerme. Cada año el hato aumentaba en número de cabezas, y de
igual forma lo eran las áreas de pasto, instalaciones, o medios necesarios
conque llevar a cabo las actividades productivas; pues cada nueva parcela que
adquiría, era de inmediato convertida en un potrero más para la rotación de
rigor, en función del mejoramiento de los cultivos y de la productividad.
Recuerdo siempre
aquella actitud de Nectario González, Wílmedes Socorro y Grismaldo Rincón (tres
grandes amigos), que por sí sola define una devoción por la amistad; y que
siempre supe valorar.
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